Ezequiel 37, 1-14; Sal 106, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9 ; san Mateo 22, 34-40

Allí, en un valle de muerte, colocó el Señor a su profeta Ezequiel: frente a él, un enorme montón de huesos: «eran innumerables sobre la superficie del valle, y estaban completamente secos». Y quiso Dios servirse de los labios de aquel hombre: en ellos puso una palabra de aliento. Apenas Ezequiel la hubo pronunciado, aquellos miembros muertos se recubrieron de carne y recuperaron la vida.

«Estos huesos son la entera casa de Israel». No se refería el Señor, con aquella visión, a la muerte corporal, porque la muerte corporal no es la peor. Nuestros cementerios están llenos de cadáveres de personas que están muy vivas, vivas para siempre en el Cielo; pero, mientras tanto, nuestras calles, oficinas y autopistas, en las que bulle una actividad casi frenética, pueden estar llenas de muertos. Aquellos huesos secos que vio Ezequiel señalaban directamente a la muerte verdadera, la que priva de la vida eterna y arroja alma y cuerpo en la Gehenna: el pecado. Cuando, por el pecado, el alma expulsa a Dios de su interior, queda sumida en la muerte más terrible y oscura.

Quizá la visión que tuvo el profeta no es tan extraña; quizá cada uno de nosotros, diariamente, estamos ante el Valle de la muerte; quizá, en nuestro trabajo, en el supermercado, en la playa o la piscina, en el bar de enfrente, estamos rodeados de multitud de personas que no viven la vida de la gracia, que no reciben los sacramentos, que no tratan ni apenas conocen ya a Cristo. Están bautizados, pero perdieron la gracia, por el pecado, y hace mucho tiempo que no se han confesado. Y lo peor que puede pasarnos es que ello no nos haga estremecer; que no nos importe la salvación de todas esas almas, aunque rápidamente nos interesemos por su salud cuando estornudan. Es lo peor que puede pasarnos a nosotros, y, desde luego, a ellos, porque Dios ha puesto en nuestros labios una palabra de Vida para esas personas, y puede ser que esa palabra no esté siendo pronunciada porque aún no les amamos lo suficiente. Si nosotros no les hablamos de Cristo, si no les invitamos a confesarse o a rezar, quizá nadie más lo haga.

«Pronuncia un oráculo sobre estos huesos y diles: «¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor!»»… ¿A qué esperas? Encomiéndate, encomiéndales a Santa María, la Virgen, Reina de los apóstoles y refugio de los pecadores, y pronuncia esa Palabra que, por medio de la Cruz (tu Cruz) llenará de Vida el Valle de la muerte.