Josué 24,1-2a.15-17.18b; Sal 33,2-3.16-17.18-19.20-21.22-23; san Pablo a los Efesios 5,21-32; san Juan 6,60-69

Considerábamos, hace algún tiempo, el negro futuro que hubiera tenido Nuestro Señor Jesucristo como publicista. El evangelio de hoy nos muestra la constatación del desastre: las palabras que dirige a un auditorio formado enteramente por judíos, fariseos en su mayor parte, tienen para ellos, tal y como Jesús las formula, todos los tintes de una blasfemia, cuando no de una incitación a la antropofagia. Ante un público educado desde hacía siglos sobre la base de que la salvación se obtenía cumpliendo los durísimos preceptos de la Ley, él afirmará que es quien come su carne y bebe su sangre quien tiene vida eterna; y utilizará para ello un verbo que no ofrece lugar a interpretación simbólica alguna: «trogein», es decir, «masticar». Resultado: «muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él».

Hoy día, las cosas no se hacen así: hay que ir «con los tiempos». Por ejemplo, cuando un partido político como el que hoy nos gobierna desea ensanchar su «base social», realiza una investigación y descubre un amplio campo de potenciales votantes en esa zona que damos en llamar «progresismo». Acto seguido, revisa su ideario, se deshace de aquellos de sus representantes más alejados de esa zona, y anuncia clamorosamente un «viaje al progreso» que le lleva a ganar unas elecciones. Ignoro si en política esto es lo más adecuado; no entiendo de eso… Pero sé que se trata de una técnica completamente ajena al estilo de Jesucristo. Jesús no negoció con la Verdad nunca. Por eso, la respuesta a cuantos, equiparando la fe Católica con una ideología más, piden a la Iglesia que se «modernice», es que hay dos motivos de enorme peso por los cuales la Esposa de Cristo no debe acomodarse a los tiempos: primero, porque ella no es dueña, sino depositaria de verdades eternas; y segundo, porque lo que ella pretende es precisamente lo contrario: cambiar «los tiempos» para convertirlos en «tiempos de gracia». Esa voz que, desde el Vaticano, resuena hoy día con toda firmeza, y en dirección diametralmente opuesta a lo que marcan «los tiempos», en materias tales como contracepción, divorcio, aborto, experimentación con embriones o clonación de seres humanos, sólo escandaliza a los necios y a los traidores. Debería llenarnos de alegría el que, en una época tan cambiante como la nuestra, haya una mano firme que sigue señalando hacia el cielo en la misma dirección desde hace dos mil años. Es la misma voz de Cristo, la que ya entonces era repudiada por los fariseos, regidores de los tiempos. Es el mismo espíritu que impulsó a Santa María a acercarse a un crucificado, un maldito según la Ley, cuando sus propios seguidores, amoldándose a «los tiempos», ya se habían alejado del Calvario. Cada cual verá de quién se fía en este proceloso mar de aguas turbias; yo prefiero decir, como Pedro: «¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna».