san Pablo a los Tesalonicenses 1, 1-5. 11b-12; Sal 95, 1-2a. 2b-3. 4-5 ; san Mateo 23, 13-22

Recientemente, en un viaje, con motivo de un exceso de pasaje me cambiaron el sitio de turista por una plaza en Business Class. No tardé en sorprenderme: me creía superior a los que debían realizar el largo trayecto en la conejera, así llaman a la clase turista transoceánica. Lo cierto es que el lugar era totalmente inmerecido y fruto de una casualidad, amén de que se trataba de una futilidad de grueso calibre. Esa sorpresa, bastante vergonzante dicho sea de paso, me sirvió para meditar largo tiempo y aún ahora vuelvo a ella, porque me recuerda la triste condición del hombre superficial y soberbio.

Muy distinto es lo que señala la primera lectura de hoy. San Pablo empieza dando gracias por los hermanos de Tesalónica. Lo considera algo justo porque en aquella comunidad prospera la fe. Lejos de manifestar alguna envidia o de contraponer sus méritos de apóstol, añade el Apóstol: “estamos orgullosos de vosotros”. Esta actitud de san Pablo me estremece porque está en las antípodas de comportamientos demasiado frecuentes en nuestro tiempo. Competimos por ser considerados los primeros y desconocemos la santidad oculta que Dios hace florecer en tantas partes. Hay que saber mirar para darse cuenta. A ello se refiere el salmo de este día al señalar: “Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones”.

Cuando se dejan de tener presentes las maravillas que Dios hace, se cae en actitudes como las que Jesús recrimina en el Evangelio. Aquellos fariseos y letrados hacían trampa porque no eran capaces de admirarse de lo bueno. Quizás incluso pensaran que aquello era imposible. Por eso, al tiempo que imponían pesadas cargas a los demás, ellos encontraban la manera de liberarse de ellas. Vivían bien y aún eran capaces de fingir santidad. No es extraña a esa actitud el desprecio de los demás. Lo sorprendente es que la gente sencilla no deja de admirar a ese tipo de gente. Y eso habla a favor suyo. Son tan limpios de corazón que quieren ver lo bueno donde la amalgama con el mal es muy profunda.

Dostoievski, el autor que mejor ha estudiado en sus novelas el alma humana, gusta de incidir en que los actos del hombre y los deseos de su corazón rara vez son sencillos. Generalmente se juntan en nuestras actuaciones dobles y hasta triples intenciones. Eso hace que nuestra felicidad quede muchas veces menguada y que la frustración corone muchos esfuerzos. ¿Cómo salir de eso? Sólo la simplicidad, la sencillez de corazón, que lleva a colocarse delante de Dios como mendigos, incapaces incluso de apropiarnos de nuestros propios pensamientos y deseos, abre las puertas para que la gracia lo transforme todo. Los fariseos eran tipos bien complicados. Basta fijarse en las disquisiciones en que habían caído y en la reprimenda que el Señor les da para ver cuán alejados estaban de la sencillez. Habían complicado su vida y al no practicar un culto verdadero tampoco podían ser felices. Jesús les quita, nos quita, la venda de los ojos.

Que la Virgen María nos ayude a ser sencillos de corazón para poder practicar el verdadero culto que Dios quiere.