san Pablo a los Tesalonicenses 3, 6-10. 16-18 ; Sal 127, 1-2. 4-5 ; San Mateo 23, 27-32

Un peligro a la hora de leer el Evangelio es pensar que Jesús habla sólo para los demás. En más de una ocasión, al finalizar la Misa me han comentado: “Ojalá le hayan escuchado esos (refiriéndose a tal o cual). Esas afirmaciones de beata enferma me han prevenido sobre el peligro de olvidar que Jesús quiere hablar con cada uno de nosotros y que, lo mejor, habitualmente es colocarse en el último lugar. Después, si cabe, el Señor ya nos indicará que podemos sentarnos más arriba.
Hoy aparece esa célebre expresión: “sepulcros encalados”. Jesús la dirige a los fariseos y escribas hipócritas. Por fuera parecen justos pero su interior está lleno de podredumbre. Hay una forma de vivir la religión que conduce a situaciones semejantes. Sucede cuando ritualizamos el culto y lo superponemos a nuestra vida. Es como un vestido que se nos viene encima pero no nos cambia nada por dentro. No cabe duda que enfrentarse al muerto que llevamos dentro no es nada fácil. Es probable, incluso, que si se nos apareciera el espectro de lo que verdaderamente somos (pensemos en un hombre en pecado mortal), si fuéramos capaces de ver la deformidad que eso supone, si cupiera la posibilidad de que tomara alguna forma y fuera imaginable, nos desmayaríamos. La visión resultaría insoportable.
Pero Jesús ha venido para hacernos pasar de muerte a vida. Por eso el itinerario que para nosotros parece imposible podemos hacerlo a su lado. Viene a sanar al hombre todo. Eso supone dejarle entrar en nuestra interioridad para que nos renueve radicalmente. La alternativa es tan perversa como terrible. Para disimular lo que de verdad somos nos recubrimos con los ropajes de la apariencia, a veces muy santos. Es como si alguien no quisiera lavarse pero, en cambio, utilizara mucho perfume. Todo el mundo diría: “¡qué bien hueles!”. Ciertamente, pero va cubierto de mugre y no tardarán en alojarse en él los bichos.
No es fácil levantar la lápida. Incluso nos da un poco de lástima porque es muy bella y en ella se ha escrito un bonito epitafio que dice: “soy bueno, no lo veis todos”. Mientras confrontamos nuestra vida con los cadáveres que nos rodean la situación se hace soportable. Pero cuando empezamos a mirar al Señor entonces todo cambia. Porque Él sí que está vivo. No hay nada de muerte en su persona. Incluso cuando muera será para derrotar al postrer enemigo del hombre con su resurrección.
Si no existiera el jabón habríamos de conformarnos con la colonia. Pero la gracia viene a salvar al hombre y por eso vale la pena enfrentar nuestra debilidad al que es Todopoderoso. Intentar disimular nuestra condición, pensando que así saldremos airosos, es una tontería. Jesús se lo indica a los fariseos de su tiempo que no se distinguen en nada de los del nuestro. Lo que aquellos hacían con la Antigua Ley podemos repetirlo nosotros con la Nueva. El Señor que hace resucitar a los muertos puede liberarnos de nuestra lápida, que por otra parte es costosa de llevar. Un hombre vivo, así se titula una fantástica novela de Chesterton, camina con más naturalidad por el mundo y cumple con el culto y la moral de una forma alegre y sencilla.
Que María, la Madre del Hijo de Dios, nos ayude a huir de toda hipocresía y a querer al Señor con la misma delicadeza de corazón y sinceridad que ella tuvo.