Hebreos 5, 7-9; Sal 30, 2-3a. 3b-4. 5-6. 15-16. 20; san Juan 19, 25-27

Me imagino que algunos, y sobre todo algunas, lectores y lectoras de estos comentarios, habrá tenido la experiencia de estar con una madre a la que se le ha muerto un hijo joven, incluso un niño. En mi vida me ha ocurrido unas cuantas veces, algunas muy cercanas y otras menos cercanas (en esos casos no hay nadie lejano). En esos momentos te das cuenta que cualquier palabra es inútil, innecesaria, superflua y que sonaría como estúpida. Basta una mirada, un abrazo, un beso y ya está dicho todo. Luego se levanta el alma en oración y sabes que estás unido íntimamente a esa familia.

“En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería …” Hoy es Nuestra Señora la Virgen de los Dolores. Contemplamos a María al píe de la cruz. Nuestras palabras sobran, ¿qué podremos decirle a la Madre que está viendo morir y sufrir a su Hijo, y es por tu culpa y por la mía? Sólo nos queda mirarla y aprender. El único que puede hablar es su Hijo y nosotros aprender de Él.

¿Cómo miraría Cristo a su madre? ¿Cómo miraría la Virgen a Jesús? Nosotros nos podemos quedar en el sufrimiento, en la pérdida, en el desconsuelo. María va más allá. Dentro del dolor y las lágrimas descubre el plan de Dios, su misericordia, la victoria de la cruz. Se acordaría de las palabras oídas más de treinta años atrás: “y a ti una espada te traspasará el alma,” pero las uniría a las otras: “Luz para alumbrar a las naciones, y gloria de su pueblo.” Ahora la luz estaba puesta en el candelero, mientras el mundo se sumía en las tinieblas, “les brilló una gran luz.” Luz que sólo descubrían Jesús y su madre, tal vez San Juan lo intuía, pero que ya había roto la oscuridad del pecado.

Los “gritos y las lágrimas,” las “oraciones y súplicas” de un Hijo y su Madre, habían abierto el corazón de Dios Padre, que derramó el Espíritu de su misericordia sobre el mundo entero. La madre mira al Hijo, y el Hijo a la madre, y en esa mirada estamos todos nosotros: muertos al pecado y nacidos para la gracia.

Por eso la Virgen no se queda en el dolor. Sufre como ninguna criatura ha sufrido nunca, conoce la profundidad del daño que el mundo hace a su creador. Pero no se queda en el dolor, no es ese el final de su camino. En la cruz está la salvación del mundo, la puerta de la resurrección. Y junto a la cruz está María. Con ella, de su mano, jamás nos quedaremos estancados en el dolor o en la desesperación, llegaremos a Dios Padre.

Contemplemos hoy la mirada de Cristo y de María, y contémplate en esa mirada, verás como cambias de vida.