Sabiduría 2, 12. 17-20; Sal 53, 3-4. 5. 6 y 8; Santiago 3, 16-4, 3; san Marcos 9, 30-37

Confieso que me gusta ser importante; puestos a «confesar», hablaré claro: necesito ser y «sentirme» importante, y no reniego de esta «debilidad». Hasta tal punto he llegado a llevarme bien con ella, que me he convencido, como el «ladrón», de que todos son de mi condición, y creo que cualquier corazón humano bien constituido necesita ser y sentirse importante. Cuando no se es importante, uno se siente como imbécil, y eso no es cómodo. Comprendo bien a los Doce: «habían discutido quién era el más importante».

Ser importante significa importarle a alguien: que haya alguien que se fije en ti, y a quien le afecte lo que hagas, digas, sientas o pienses; alguien que te quiera con un amor original, con el no se quiere a nadie más. Otra forma de ser importante es influir sobre la multitud: coger una guitarra, y que se reúnan ochenta mil personas; hablar por la radio, y que suba el precio del gasóleo… Me seduce más la primera opción, la «microimportancia»: prefiero ser importante para un ser con nombre, apellidos, y mirada cálida que a su vez lo sea para mí.

La segunda, la «macroimportancia», me parece incomodísima; cuando la siento sobre mí, su tacto lo identifico con la aspereza de la Cruz. En este sentido, sí me dan una cierta pena los Doce: no sabían con qué alimento querían saciar su hambre.

Permítaseme ahora, aunque me queden pocas líneas, continuar mi pequeña «confesión» : por ser importante, he utilizado a las personas que amo, he ofendido a Dios, y he vendido mi dignidad de cristiano; y todo ello por conseguir, a toda costa, unas migajas de aprecio o atención. Mirando hacia atrás, me doy cuenta de mi error, el mismito de aquellos Doce: he querido ser importante para los hombres, no para Dios. Y esa forma de saciar el hambre del alma me ha esclavizado: para no perder la estima de las criaturas, he querido conseguir de ellas a toda costa lo que yo buscaba, y he querido darles a toda costa lo que me pedían. Ese «toda costa» que sacrifiqué era la playa del Cielo.

Aquí, sólo quien te quiere de verdad (¿cuántos son?) te seguirá considerando «importante» aunque no le des lo que desea, aún cuando lo que le estés dando sea lo mejor.

Hoy quiero ser importante para Jesús resucitado, y ser mirado con cariño por la Virgen María. Por ser importante para ellos, quiero renunciar, de una vez por todas, a serlo para nadie más: acogeré con gozo el cariño de quien me ame de verdad, y me dejaré odiar por quien me desprecie, pero ni pediré lo uno ni rehusaré lo otro: sólo buscaré (¡Que así sea!) esa mirada cariñosa del Cielo que me hace verdaderamente libre.