6/1/2007, Sábado de la 2ª semana de Navidad. Epifanía del Señor
Isaías 60, 1-6; Sal 71, 1-2. 7-8. 10-11. 12-13; san Pablo a los Efésios 3. 2-3a. 5-6; san Mateo 2, 1-12
Han sido días de estupor en el Cielo y en la Tierra. Ni los ángeles ni los hombres esperaban este sorprendente movimiento del Altísimo, conforme al plan oculto desde siglos en el secreto de la Trinidad. Que Dios terminase por perdonar a los hombres sus culpas era previsible, siendo como es un Dios rico en misericordia; pero que Él mismo se hiciese hombre, y hombre pequeño, desnudo, infante, para ponerse en manos de una criatura y alimentarse con la leche de sus pechos… Que el mismo Dios eligiese compartir la penuria en que el Hombre, por voluntad propia, había quedado sumido a causa de sus culpas, y se entregara sin remisión en manos de los hijos de Adán… Esto no era previsible. Y, así, tras el primer canto absorto de los ángeles proclamando gloria y paz, Cielo y Tierra han quedado sumidos en un profundo silencio contemplativo ante el portal de Belén… Hora es ya de responder
«Epifanía» significa «manifestación». Puesto que la Misericordia de Dios, en su inefable designio, ha decidido manifestarse silenciosamente, oculta en la Gruta de Belén bajo la humilde mirada de María y José, será la respuesta de Cielos y Tierra la que manifieste al mundo la gloria que ha aparecido entre nosotros. Mirando al Niño Jesús, en todo semejante a cualquier otro niño menos en el pecado, nadie diría que se trata del Hijo de Dios encarnado. Pero el silencio del Verbo será ahora respondido, y esa respuesta manifestará al mundo que el Amor de Dios se ha hecho presente en la carne.
La primera «epifanía» tendrá lugar en la adoración de los hombres. Contemplando a los magos postrados a los pies del Hijo de María, entendemos que en ese Pesebre hay un Dios, que entre las pajas se encuentra el único que merecer ser adorado. Oro, incienso, y mirra… tu vida y la mía… todo debe hoy rendirse ante el Niño Dios, y debe suceder de forma visible, porque de otro modo no habría «manifestación». Para quien entra en una iglesia, no hay mayor signo de la presencia de Cristo en el sagrario que el cuerpo arrodillado de un cristiano en adoración ante el tabernáculo… Algunos necios han querido que pase de moda el gesto de arrodillarse; pero, si algún día este disparate sucediera, la divinidad de Cristo habría quedado, de nuevo, oculta a los ojos de los hombres, y ya no habría epifanía.
Unidos a los magos, queremos nosotros ser epifanía. Nos postraremos ante el Hijo de la Virgen, y en el cofre de nuestras vidas rendiremos, ante el Verbo, cuerpo y alma; sentidos y potencias; memoria, entendimiento, y voluntad… ¡Adorado seas, Niño Jesús, adorado seas por toda criatura que respira!