11/1/2007, Jueves de la 1ª semana de Tiempo Ordinario
Hebreos 3, 7-14; Sal 94, 6-7. 8-9. 10-11; san Marcos 1, 40-45

Ayer por la tarde tuve una conversación con una niña de siete años y su padre. La niña, que está viniendo a catequesis, no quiere hacer la primera Comunión. Todos sus motivos eran “¡que no!” y que desde los cuatro años había decidido que no quería hacerla, y por lo tanto “desapuntarse” ya de catequesis. Poco a poco fui descubriendo que, hace tres años, en la Comunión de un primo suyo le había parecido ridículo el estar sentada y que todo el mundo te mire y, además, le daba miedo el cura de su pueblo. Por más que le dijeses que todo eso era accidental, que se podía hacer de otra manera, que se fiase de sus padres, toda su respuesta era “¡que no!.” Y el padre había tirado la  toalla. Menos mal que no estaba empeñada su hija en dejar el colegio o en comprarse un BMW, que con esa actitud paterna acabaría comprándoselo. Es una niña, pero que cerrado tenía su corazón, y a eso su padre lo llamaba “ser maduro.”

“¡Atención, hermanos! Que ninguno de vosotros tenga un corazón malo e incrédulo, que lo lleve a desertar del Dios vivo.” Educar el corazón. Puede parecer una afirmación políticamente incorrecta en los tiempos que corren. Parece que al corazón hay que dejarlo a su ritmo, que vaya como un caballo desbocado cuando nos domina la pasión, o que languidezca lentamente cuando nos llegan momentos de cansancio o sopor. Así, conozco a un montón de personas jóvenes que tienen el corazón incapaz de ilusionarse o de correr detrás de algo, se han olvidado de amar. Y otros que no aman, se encaprichan. La ilusión les dura lo que la luz de unos fuegos artificiales. Al poco tiempo lo que decían amar les desilusiona, lo olvidan y lo desechan.

El corazón puede volverse malo y, lo que es peor, incrédulo. En tiempos de Jesús (aunque estos siguen siendo sus tiempos), habría muchos leprosos. Pero sólo unos pocos, como el del Evangelio de hoy, se acerca a pedirle de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme.” Nosotros podemos volvernos “leprosos de corazón incrédulo.” Decir como esa pobre niña “¡que no!” y quedarnos encerrados en la miseria de nuestra lepra. No puedo ser santo, no puedo ser casto, no puedo ser piadoso, no puedo… mil cosas más que se nos ocurrirán a cada uno. Con tantos “noes” el corazón se empieza a necrosar, empieza a desconfiar de todo y de todos, y puede llegar el momento en que Cristo pase a nuestro lado y miremos para otro lado pensando “Él tampoco puede curarme.”

Por eso es muy bueno ir a las revisiones del cardiólogo. Ya lo decíamos ayer, cuando empieza a llegar la tristeza, cuando nada nos apasiona y tenemos tentaciones de no ser fieles, hay que hacerse el electro de un buen examen de conciencia, ver las arritmias de nuestro corazón y acudir al sacramento de la confesión, para que nos vuelvan a poner a punto nuestra víscera más importante. A veces podemos pensar que lo nuestro no tiene arreglo, pero la oración de un amigo, la Eucaristía celebrada despacio, un rato ante el sagrario, te ayuda a comprender que Él lo puede todo. Educar el corazón es hacer que vuelva al primer amor, que es amor que Dios nos ha tenido primero.

María sabe amar, tiene el corazón mas perfecto que una criatura puede tener, y tu corazón se puede parecer al suyo. A ver si hoy en vez de decir “¡que no!” decimos “¿por qué no?” y el Señor, que quiere, nos limpiará.