13/1/2007, Sábado de la 1ª semana de Tiempo Ordinario
Hebreos 4, 12-16; Sal 18. 8. 9. 10. 15; san Marcos 2, 13-17

Son ya tantos los comentarios que creo que ya he escrito alguna vez sobre las películas que tratan la vida de Jesús. Gustar, gustar, lo que se dice gustar, no me gusta ninguna. Las hay más fieles al Evangelio, con más ritmo narrativo, más lentas o con mejores efectos, pero un rato personal de lectura del Santo Evangelio supera con mucho la película más valorada. Me parece que Jesús siempre aparece como con “algo raro,” un hálito de ser misterioso que me da un poco de grima. Jesús no puede ser así, alguien rarito, extraño, un pedazo de expediente X caminando por Galilea. Eso sólo atraería a otros locos, zumbados o curiosos personajes de esa época.

“No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado. Por eso, acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente.” Jesús es Dios y hombre. Esa simple y breve afirmación contiene algo esencial de nuestra fe. Si Jesús fuese un hombre fingido, un extraño para nosotros, nos provocaría un cierto rechazo. Un ser superior, tremendamente distante, puede provocar sumisión y podemos esperar de él clemencia, pero no podría suscitar amor y derramar misericordia. Un hombre como nosotros podría comunicarnos un mensaje, enseñarnos algunas actitudes para acercarnos a la divinidad, pero no podría hacernos a Dios cercano. Jesús es Dios y por eso tenemos a Dios tan cerca de nosotros, Dios se hace hombre y por eso se compadece de nosotros, nos tiende una mano.

“La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón. No hay criatura que escape a su mirada. Todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.” Esa es la grandeza de Jesús, que ninguna película puede reflejar. Jesús no conoce muy bien la Palabra de Dios, Él mismo es la Palabra de Dios encarnada y por eso penetra en el alma de los que se encuentran con Él, ayer, hoy y siempre.

“Sígueme.” A Jesús no le hacen falta más palabras. No expone su ideología, su “hoja de ruta” para un mundo nuevo, ni su ideario político. Jesús no era un iluminado, ni un magnífico orador, ni un gran visionario. Jesús es el hombre verdadero, el hombre que Dios creó -a imagen de Dios lo creó-, y que descubre a cada hombre su verdad, lo que él debería ser, a lo que está llamado a ser y el pecado se lo impide.

Por eso para los cristianos es necesaria la contemplación, dejarnos de muchas palabras y escuchar, mirar y detenernos ante Jesucristo. Olvidarnos un poco del “qué” para llegar hasta el “quien.” Sólo hay un nombre que pueda salvarnos, sólo hay un médico para nosotros, pobres enfermos.

María vio, palpó y sintió como la Palabra de Dios se iba gestando en su interior, la acunó en sus brazos, la  vio crecer y desarrollarse. Para ella la palabra de Dios tenía un nombre: Jesús. Acudamos muchas veces bajo la protección de ese nombre.