15/1/2007, Lunes de la 2ª semana de Tiempo Ordinario
Hebreos 5, 1-10; Sal 109, 1. 2. 3. 4; san Marcos 2, 18-22

Acudió a mí, como quien tiene una noticia sensacional que no puede reprimir por más tiempo, un niño de ocho años, y, abrazándose a mi cintura, me dijo: «¡Don Fernando, Don Fernando, mi mamá es santa!»… Sorprendido por no haberme percatado de esa maravilla en el tiempo que llevo en la parroquia, y mientras buscaba en la agenda el teléfono de la oficina para las causas de los santos, le pregunté al niño: «¿Y tú cómo lo sabes, Jorge?»… – «Porque ella siempre nos dice que la estamos haciendo santa con todo lo que la hacemos sufrir»… Cerré la agenda e hice la señal de la Cruz sobre la frente de Jorge: «Bueno, bueno, pues déjala que sea santa despacito y no la empujes»… Me hizo pensar. Desde luego, los santos no dicen eso; los santos, cuando sufren, sufren en silencio. Pero más me hizo pensar esa concepción de la santidad como efecto automático del sufrimiento. Adivino que, detrás, se halla una visión chata de la Cruz, esa visión que nos lleva a escupir el «¡Señor, qué cruz!», cada vez que las cosas no van a nuestro gusto. Pronto identificamos cruz con sufrimiento, y cualquier sufrimiento con la Cruz redentora, la de Cristo… Y así nos va. Tenemos más mártires en la tierra que santos en el Cielo (¡Y eso que hay muchísimos!).

 Debiéramos prestar una enorme atención a la carta a los Hebreos, cuyas páginas estamos saboreando en la liturgia de estos días. Es una carta difícil de leer, hay que fijar la mirada en los puntos de luz y enfocar desde ahí el resto. Hoy escuchamos: «Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna». Si prestáramos atención, nos daríamos cuenta de que el centro del Sacrificio Redentor no estuvo en el sufrimiento – aún cuando lo hubo, y mucho -, sino en la obediencia: Dios no se complació en que su Hijo sufriera, sino en que, aún sufriendo, obedeciera. Ha sido la obediencia de Cristo la que ha dado a su sufrimiento un sentido redentor. No se lo dije al pequeño Jorge, pero no todo el que sufre se santifica; sin embargo, sí se santifica todo el que obedece. Esa obediencia, será, en ocasiones, «vino viejo»: sufrimiento, penitencia, arrepentimiento y abrazo gozoso a las contrariedades; en otras ocasiones, será «vino nuevo»: celebración, alegría, comida y bebida, fiesta… Y ambos vinos nos santificarán por igual, si han sido criados en la bodega del cumplimiento de la Voluntad de Dios.

 Obediencia es someterse al director espiritual; obediencia es olvidar la propia voluntad; obediencia es orar incesantemente para conocer lo que Dios quiere; obediencia es no ser dueño de la propia vida, sino ponerla a disposición del plan divino. Obediencia es María, la «esclava del Señor»… Virgen fiel: ¡ruega por nosotros!