21/1/2007, Domingo de la 3ª semana de Tiempo Ordinario
Nehemías 8, 2-4a. 5-6. 8-10; Sal 18, 8. 9. 10. 15; Corintios 12, 12-30; San Lucas 1, 1-4; 4, 14-21

De la primera lectura de hoy me impresionan estas palabras: “el pueblo entero lloraba al escuchar las palabras de la ley”. Habían vuelto del destierro y se habían redescubierto los rollos de la Ley de Moisés entre las ruinas del Templo. El pueblo se emociona al escuchar la palabra de Dios. Moehler, un importante teólogo del siglo XIX, decía “¿Cómo podría vivir sin escuchar las palabras de Jesús?”. No nos damos cuenta del don tan grande que nos ha hecho Dios al hablarnos. De eso hablan las lecturas de hoy. Tanto el fragmento de Nehemías como el inicio del Evangelio de Lucas.

Nosotros elegimos con quien hablar. A veces consideramos que alguien no es digno de que le dirijamos la palabra y simplemente lo ignoramos. En cierta ocasión un amigo mío sacerdote coincidió con un importante político en una inauguración. Aquel político, que ostentaba un cargo importante, no quiso hablar con él y se pasó casi cuarenta minutos mirando un mapa que colgaba de la pared. Dios no es así y ha querido hablarnos con palabras humanas. Lo hizo en el pasado a través de profetas y en la plenitud de los tiempos a través de su Hijo, en quien nos lo ha dicho todo.

Lucas nos explica por qué ha emprendido la tarea de componer su Evangelio: “Para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido”. Fijémonos en que la predicación antecede al Evangelio escrito y que éste se compone en el interior de la Iglesia por inspiración divina. Cuando muera el último de los apóstoles nos quedará ese enorme regalo que son los libros del Nuevo Testamento. A ellos podremos volver una y otra vez para conocer de primera mano al vida de Jesús y la historia del inicio de la Iglesia. Pero, aunque es muy importante la antigüedad de los escritos, lo más importante es que la Iglesia los reconoce como Palabra de Dios. En ellos la Iglesia escucha la voz de Dios y recibe el depósito de la Revelación. Y la Iglesia misma tiene también el carisma para predicarlo y explicarlo. Es una maravilla. Nosotros verificamos la verdad de lo que contienen esos libros al observar que nuestra vida se transforma.

El año pasado apareció un libro titulado el Evangelio de Judas. Algunos, interesadamente, dijeron: “lo que aquí dice cambiará la historia del cristianismo”. Para nada. Aquel es un texto perteneciente a una secta gnóstica, escrito con la intención clara de descalificar a los apóstoles y de rehabilitar la figura de Judas, que sería el auténtico depositario de la revelación. Es un testimonio más de que cuando no se quiere escuchar a Dios estamos dispuestos a creer cualquier cosa. Pasaba en el siglo II y sucede ahora. El hombre quiere inventar cosas más fantásticas pero menos verdaderas. Al final son libros que no sirven para cambiar la vida porque sacan a Dios de la historia. Eso pasa, por ejemplo, en el Evangelio de Judas, que no reconoce la verdadera humanidad de Cristo.

En cambio los textos inspirados, llamados canónicos, nos muestran al Dios que se ha hecho hombre y que con nuestro lenguaje nos ha explicado los misterios escondidos de Dios. Nos muestran cómo es Dios y su misericordia. Si tuviéramos la sensibilidad de los israelitas en tiempos de Nehemías nosotros también lloraríamos al oír la proclamación de la Palabra de Dios.