30/1/2007, Martes de la 4ª semana de Tiempo Ordinario
Hebreos 12, 1-4; Sal 21, 26b-27. 28 y 30. 31-32; Marcos 5, 21-43

En el evangelio de hoy se narran dos milagros: la resurrección de la hija de Jairo y la curación de la hemorroisa. Los milagros no son accidentales en la vida de Jesús, sino algo que sucede continuamente. Lo mismo sigue pasando hoy en la Iglesia. Son muchos los sanados por su encuentro con Jesucristo, algunos también físicamente, pero todos espiritualmente, en el centro de su persona que es el alma.

El episodio de la hija de Jairo actúa, narrativamente como un bocadillo. Antes de que Jesús pueda acudir a casa del jefe de la sinagoga se topa con esa mujer enferma. Toda la vida de Jesús es salvadora, porque es Dios y no deja nunca de hacer el bien. La hija de Jairo tiene doce años, que son los mismos que lleva la mujer enferma. Pero ella camina hacia el Señor, mientras que el Señor ha de ir hacia la niña. Es la diferencia entre estar enfermo y estar muerto. En el orden de la gracia la muerte equivale al pecado mortal. Todo depende ya de la iniciativa divina. La enfermedad, pecaos veniales, aún nos permiten movernos. De ahí que, aunque la iniciativa siempre es divina el hombre en gracia, respecto de Jesucristo, guarda una relación muy diferente del que espiritualmente yace muerto.

Fijémonos en la hija de Jairo. Jesús va hasta la casa acompañado por el grupo reducido de los apóstoles. Las plañideras ya han ocupado su lugar y lloran por la muerte de la niña. Es lo que puede aportar el mundo: lamentaciones pero no respuestas. Jesús les dice que se aparten porque va a resucitar a la niña. Dice que sólo duerme y la gente se echa a reír. Me imagino que era una especie de risa mezcla de histeria y escepticismo. La risa propia de los descreídos. Jesús iba a destruir el negocio del llanto. Ríen porque no creen. Sin embargo Jesús les va a demostrar que tiene poder y resucita a la pequeña. Le dice que se levante, y según los padres, al decir “qumi” se refiere a que se levante para Él. Es decir, que vuelva a la vida para vivir para el Señor.

Cuando se nos perdonan los pecados hemos de tomar conciencia de que la restauración de la gracia en nosotros es para que vivamos para el Señor. Quizás alguno considere que bastaría con poder arrepentirse antes de la muerte. Para ir al cielo es bastante con morir en gracia. Pero hay algo muy importante que se nos escapa. Estamos en esta vida para vivir para el Señor. La vida de la gracia es mucho más que un salvoconducto para la vida eterna. Es también una realidad operante en nosotros.

Jesús mandó que le dieran de comer. Es fácil ver aquí una imagen de la Eucaristía, que es el alimento de los que siguen a Jesús. No sólo nos salva con la gracia y nos arranca de las garras de la muerte, sino que dándose a sí mismo nos permite vivir para Él. La Eucaristía, cada vez que comulgamos debidamente preparados, produce un aumento de gracia en nosotros.

María, Madre del Verbo Encarnado, ayúdanos a amar intensamente la Eucaristía.