02/02/2007, Viernes de la 4ª semana de Tiempo Ordinario – La Presentación del Señor
Malaquías 3, 1-4, Sal 23, 7. 8. 9. 10 , Hebreos 2, 14-18, San Lucas 2, 22-32

Al meditar sobre la fiesta de este día, La Presentación de Jesús en el Templo, automáticamente ha venido a mi cabeza la idea del ofrecimiento de obras. Ciertamente el ofrecimiento de obras es muy importante. Nos recuerda que Dios es el Señor de todas las cosas y que de lo debemos todo a Él. Al mismo tiempo nos coloca en la perspectiva de que continuamente vela por nosotros y que hemos de hacer las cosas sin olvidarlo, teniéndolo presente.

Israel recordaba cómo Dios los había liberado de la esclavitud de Egipto. Por ello le ofrecían a todos los primogénitos. No se sacrificaban sino que eran rescatados con una ofrenda. En el caso de la familia de Nazaret ofrecieron unas tórtolas por Jesús. Cuando leemos esta escena no podemos evitar pensar en el Calvario. Allí Jesús no fue rescatado sino que ofreció su vida en rescate por todos. A pesar de ello quiso cumplir con el precepto mosaico. De esa manera la liturgia del templo era anticipo de la que había de cumplirse a las afueras de Jerusalén sobre el madero santo.

En el templo aparecen otros personajes, Simeón y Ana. Al fijarme en ellos he caído en el tema de la disponibilidad. Estaban allí siempre a mano de Dios. Eran mayores, pero no buscaban excusas para seguir esperando en el Señor. Esa oración, al igual que la presentación de Jesús, nos hablan de cómo hay que estar siempre preparados para servir al Señor. No importa la edad ni la ocupación, tampoco las circunstancias. Toda nuestra vida debe estar a su servicio.

Nosotros, por nuestras ocupaciones, no podemos estar todo el día en la iglesia, pero sí que podemos hacerlo todo pensando en lo más grande que cada día sucede en el mundo: el sacrificio de la Misa. Diariamente en miles de lugares se presentan las ofrendas y Jesús actualiza su ofrecimiento al Padre por todos nosotros. Podemos unirnos a ese sacrificio. Podemos poner sobre el altar nuestro corazón, uniéndolo al pan y vino que ofrece el sacerdote. Ningún día deberíamos dejar de hacerlo. Lo que nosotros aportamos es poco, pero unido a Jesucristo alcanza un valor infinito. ¡Cómo me gusta pensar que lo poco que yo pongo, cuando apenas despierto le ofrezco mi jornada a Dios, se une al sacrificio más grande: el del mismo Jesús!

Al vivir de cara a Dios, haciendo las cosas pensando en Él y recordando que estamos a su servicio, cabe que también sintamos la alegría de Simeón. Pudo ver a Jesús porque aguardaba. Es el estar atentos, que significa llevar a Dios con nosotros a todas partes, lo que también nos permite reconocerlo. El hombre que sólo trabaja para sí mismo acaba teniendo muchas decepciones, en cambio el que sabe que hace las cosas por Dios encuentra mucho consuelo, porque le es dado conocer que más allá del horizonte de este mundo se está realizando una obra grande, la salvación de los hombres.

Cada noche la Iglesia reza la oración del anciano Simeón. Completa el ofrecimiento de obras de la mañana. Cuando hacemos el examen y recorremos nuestra jornada caemos en la cuenta de que Dios ha estado con nosotros. Habiendo trabajado para Él y con Él ya estamos dispuestos para irnos con Él.

Que la Virgen María, que presentó a Jesús en el Templo y se unió a su obra redentora nos enseñe a conducir toda nuestra vida según la voluntad del Señor.