04/02/2007, Domingo de la 5ª semana de Tiempo Ordinario
Isaías 6, 1-2a. 3-8, Sal 137, 1-2a. 2bc-3. 4-5. 7c-8 , Corintios 15, 1-11, San Lucas 5, 1 -11

Isaías… por tierra: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros…». Pablo… por tierra, caído del orgulloso caballo desde el que blandía la espada contra los hijos de Dios: «como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los apóstoles, y no soy digno de llamarme apóstol…» Pedro… también por tierra: «se arrojó a los pies de Jesús diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador».

He preguntado a Dios muchas veces por el camino que lleva a la verdadera humildad. Desde luego, no es el que recorren los tontos, quebrándose la cabeza con pensamientos como: «soy soberbio, pero, como lo reconozco, un poco humilde seré; ahora, si me siento humilde, debo ya estar cayendo de nuevo en la soberbia…» Produce risa, pero, aunque se trate de una caricatura, tiene que ver con la realidad. Hay gente para todo. En todo caso, la verdadera humildad no se logra a base de insultarse a uno mismo, o de deprimirse repitiendo una y otra vez: «soy muy malo, muy malo, muy malo, muy malo, malísimo…» Podría acabar uno tirándose a un pozo o poniendo una tienda de «todo a cien». Aunque parezca mentira, ese tipo de pensamientos están llenos de soberbia; en su «maldad», el hombre se hace protagonista de su oración.

Isaías no se levantó aquella mañana proponiéndose arrojarse al suelo a las cinco menos cuarto. Pero se encontró de sopetón con la gloria de Dios, y, fascinado, se sintió pequeño e impuro. Pablo no salió hacia Damasco pensando en merendar polvo a las siete y media. Pero Cristo resucitado le alcanzó, y fue tan radiante la luz que cayó por tierra y, ciego, se sintió todo él tinieblas. Pedro era un pescador bravucón y recio. Pero, ante el milagro que Jesús realiza en su propia barca, se estremece pensando que puede estar junto al Hijo de Dios y cae por tierra, sintiéndose pecador como nunca antes se había sentido… ¿Lo ves? Ninguno de los tres llegaron a arrodillarse a base de repetir: «¡qué malo soy!». Más bien, descubrieron gozosamente lo enormemente bueno y limpio que es Dios, y entonces se sintieron, por contraste, sucios y pecadores. Pero sus ojos no estaban fijos en su miseria o su pecado, sino en la Luz, en la gloria de Dios.

Mira: deja de repetir «¡qué malo soy!», y, con los ojos muy abiertos hacia el rostro de Cristo resucitado, repite conmigo: «¡Qué bueno, qué rematadamente bueno es Dios!»… No pasará mucho tiempo hasta que encuentres que has «caído» de rodillas. Es la contemplación de las cosas grandes la que nos lleva a descubrirnos pequeños. Así le ocurrió a María, la «esclava del Señor», y así debe ser también con nosotros: humildad gozosa, verdadera humildad.