08/02/2007, Jueves de la 5ª semana de Tiempo Ordinario.
Génesis 2, 18-25, Sal 127, 1-2. 3. 4-5, san Marcos 7, 24-30

Hoy he hecho «dieta sana»; sin llegar al espasmo de las verduras, me he volcado con los huevos y el pescado, y después he vuelto sobre el relato de la Creación… Pero la escena que, en oración, se ha presentado ante mis ojos, ha sido continuación de la de ayer. No; no era el filete…

He visto al hombre, solo entre los animales, poniéndoles nombre para soñar que pudieran ellos mitigar su soledad… y frustrado al comprobar que no le comprendían. Era Jesús, el Hijo de Dios, que vivía entre los hijos de los hombres en una soledad terrible. Les puso nombre, y a Simón le llamo Pedro, y a Santiago y Juan «Boanerges»… pero aquellos corazones, duros como piedras, no comprendían las palabras de Vida del Hijo de Dios… Era la misma distancia, el mismo doloroso abismo, que en el principio separara a Adán de las bestias. Como para confirmar lo que yo estaba viendo, vino el evangelio de hoy a mostrarme cómo Jesús lloraba ante aquella mujer: «No está bien echarles a los perros el pan de los hijos»… Sí; era Adán frente al perro, lleno de cariño por él, pero incapaz de comunicarse, incapaz de transmitirle todo el amor que sentía… Y Jesús se sentía solo, muy solo, porque amaba y los hombres no podíamos recibir su Amor; porque amaba y no podía ser correspondido por corazones de piedra.

«Entonces el Señor Dios dejó caer sobre el hombre un letargo, y el hombre se durmió»… Se durmió Jesús; durmió en la Cruz el profundo y terrible sueño de la muerte. «Le sacó una costilla y cerró el sitio con carne»… Sirviéndose de la lanza del centurión, abrió Dios Padre el costado de su dormido Hijo, y de aquella abertura brotó una costilla de sangre y agua. «Y el Señor Dios trabajó la costilla que le había sacado al hombre, haciendo una mujer, y se la presentó al hombre»… De aquella sangre y agua, Dios formó a la Iglesia, la Esposa de su Hijo, y al resucitarlo de entre los muertos se la presentó nueva, engalanada con la gracia, limpia de pecado y hermosa como ninguna otra criatura. «Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne»… Y alimentó el Señor a su Esposa (a mi alma y a la tuya), con su propio cuerpo hecho manjar, para que seamos, los dos, «una sola carne». «Ambos estaban desnudos, el hombre y la mujer, pero no sentían vergüenza uno de otro»… Y así estamos ahora, cuando en oración nos unimos, Cristo y yo: Él me conoce y yo le conozco. Yo no me avergüenzo ante Él, porque me sondea con cariño, y Él no se avergüenza de mostrarme los secretos de su Corazón.

Por eso, antes de caer dormido, viendo en María el anticipo de lo que sería la obra maravillosa de Dios, no dudó en dirigirse a Ella, y llamarla: «Mujer» (Jn 19, 26).