11/02/2007, Domingo de la 6ª semana de Tiempo Ordinario
Jeremías 17, 5-8, Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6 , Corintios 15, 12. 16-20, San Lucas 6, 17. 20-26

La felicidad es un bien de encargo. Es tal nuestra pobreza, que la más urgente de nuestras necesidades, la de ser feliz, tenemos que encomendársela a alguien. Un hombre solo, enteramente solo, es infeliz, enteramente infeliz. Y, por eso, el ser humano se la juega a la hora de escoger a quién o a qué encomienda la delicadísima tarea de iluminar su existencia.

Algunos hombres encomiendan su felicidad a «algo»: el dinero, el poder, el trabajo, el placer… Pero las criaturas de este mundo son todo un dechado de imperfección, y encomendar a ellas un asunto tan delicado como nuestra dicha no deja de ser una gran necedad. Quien deposita sus esperanzas en un automóvil, por lujoso que sea, se condena a ser un infeliz cuando, a los cuatro meses, le hayan hecho el primer rasguño; quien se la encomienda a un teléfono móvil (si tal estúpido existe), se hundirá en la depresión la primera vez que llame al número de «atención al cliente» y le entretengan con música durante media hora para no darle, al final, solución alguna. Quien deposita su esperanza en el poder, morirá de pena cuando compruebe que aquellos que le obedecen murmuran contra él. Y, como estas, otras muchas… Tal hombre nunca halla el descanso… «¡Ay de vosotros, los ricos!»

Otros hay que encomiendan su felicidad a una persona, a un ser de carne. Éstos son ingenuos e injustos. Ingenuos, porque ese ser humano en quien han depositado su esperanza es tan incapaz de hacerse feliz a sí mismo como ellos lo son, y quien no puede ni a sí mismo hacerse feliz difícilmente encenderá la vida de su prójimo… Injustos, porque comete una enorme injusticia quien carga sobre otro ser humano la tarea de su felicidad. Eso es pedirle demasiado al hombre. Cuando una persona se apoya así sobre otra, se condena a descubrir, tarde o temprano, que aquel en quien confió puede fallarle, y fallarle terriblemente. Pero, cuando lo descubra, será demasiado tarde. Ya no podrá perdonar, porque su vida se ha venido abajo. «Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza».

Miremos ahora a Cristo resucitado. En su divino Rostro está la plenitud del gozo que pueda jamás soñar un ser humano. Miremos a María, asumpta al Cielo: es la imagen viva de la bienaventuranza… Por lo que a mí respecta, ya he decidido encargar mi felicidad sólo a ellos. En ellos quiero tener, desde hoy, mis alegrías y mis penas, mis esperanzas y mis sueños. Mi coche está más que rayado, en el número de atención al cliente nunca me hacen caso, en los restaurantes me tratan mal, y, aunque tengo multitud de amigos, desde hoy renuncio a esperar de ellos mi felicidad… Ya no me importa. No quiero pasarlo bien un rato; quiero ser «bienaventurado».