13/02/2007, Martes de la 6ª semana de Tiempo Ordinario
Génesis 6, 5-8; 7, 1-5. 10, Sal 28, la y 2. 3ac-4. 3b y 9c-10, San Marcos 8, 14-21

«¿Para qué os sirven los ojos, si no veis, y los oídos, si no oís?»… Aquellos a quienes iba dirigido este dulcísimo reproche, los apóstoles, eran hombres perfectamente constituidos, y, que nos conste, ninguno de ellos era ciego ni sordo. Por eso, debemos entender que las palabras del Señor apuntan mucho más lejos. No obstante, conozco a muchos que no hubieran dudado ni un segundo antes de contestar a esta «reprimenda»:

«¡Pero Maestro! ¡Parece mentira que aún no nos conozcas! Los ojos nos sirven para ver «Gran Hermano», y los oídos para escuchar a «Luis del Colmo». También nos sirven para ir al cine, para escuchar las noticias, para conversar con los amigos…» Y así, a lo largo del día, van los sentidos de un sitio a otro, agitados y posándose, como un pájaro inquieto, de una en otra rama sin hallar en ninguna su descanso ni encontrar jamás su nido: de la radio al claxon; del claxon al ordenador; del ordenador a la fútil conversación del café de mediodía; de la conversación al ordenador y de éste al claxon; luego los llantos y los gritos de los niños; después el televisor… Y de noche se cierran ojos y oídos cansados, sin haber visto ni oído nada que realmente mereciera la pena. De cuando en cuando, creen haber encontrado un punto en que poder descansar: «¡Qué hermosura!», dicen, y allí se detienen… La belleza de un cuadro, la armonía de una pieza musical, la dulzura de un hombre o de una mujer que parece brillar ante ellos… Sueñan que podrían pasar la vida contemplando aquella luz… Pero, al cabo de un tiempo, también esto les aburre. A María Magdalena le aburrieron hasta los ángeles en la mañana en que buscaba el Rostro de su Señor.

«¿Para qué os sirven los ojos, si no veis, y los oídos, si no oís?»; ¿Para qué sirven estos miembros hambrientos, si nada en este mundo puede saciarlos? ¿Acaso están condenados al cansancio de por vida? ¿Por qué nos dotó Dios de ojos y de oídos?… Y recordaré, ahora, las palabras de un anciano que respondió a esta pregunta como nadie jamás lo ha hecho: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2, 29-30). El siglo de oro español pudo escuchar palabras semejantes: «véante mis ojos, muérame yo luego».

Nuestros ojos han sido creados para ver el Rostro de Jesús, y nuestros oídos fueron hechos para escuchar su Palabra. Ninguna otra cosa en este mundo -¡ninguna!- puede darles descanso. Por eso, hasta que nuestra mirada se ilumine con la Faz del Salvador, y nuestros oídos se colmen con el timbre de su voz, nuestra Madre la Iglesia nos ha enseñado a guardar los sentidos, a mantenerlos recogidos… No vaya a ser que, cuando ante ellos se presenten los dulces semblantes de María y de Jesús, nos pillen viendo «Gran Hermano», y cambiemos las mejillas sonrosadas de la Virgen por las tonterías de unos manipulados concursantes.