20/02/2007, Martes de la 7ª semana de Tiempo Ordinario
Eclesiástico 2, 1-13, Sal 36, 3-4. 18-19. 27-28. 39-40, san Marcos 9, 30-37

Anteayer terminaron las fiestas de mi parroquia y todavía estoy destrozado. Hay que dormir poco, correr mucho, estar pendiente de muchos detalles, y cada día tiene su afán. Espero que hoy pueda dormir más de cuatro horas y me recupere entes de empezar la Cuaresma. Y antes de marcharme a dar un largo y profundo abrazo a mi almohada, me enfrento con esta hoja (virtual), pero completamente blanca. Hace justamente un mes que no escribo ningún comentario, y da cierto miedo el ponerse a teclear. ¿Qué puedo decir esta vez? Llevo encomendándolo todo el día, desde que ayer por la mañana leí las lecturas de hoy, especialmente en la Misa, y he decidido dejar a un lado mis temores de que me salga mal, y acercarme al temor de Dios.

“Hijo mío, cuando te acerques al temor de Dios, prepárate para las pruebas; mantén el corazón firme, sé valiente, no te asustes en el momento de la prueba ; pégate a él, no lo abandones, y al final serás enaltecido.” Como tantas veces recurro al diccionario y leo: “Temor de Dios: Miedo reverencial y respetuoso que se debe tener a Dios. Es uno de los dones del Espíritu Santo.” ¿Se puede tener miedo de Dios? ¿Es que Dios va a asustarnos? Podríamos pensar en principio que eso es difícil, nos hemos acostumbrado muy rápido a la idea de un Dios bonachón, compasivo, con larga barba blanca de abuelito. Pero Dios no es una idea, Dios Es, es el que Es, así con mayúsculas. Es mucho más real que cualquiera de nosotros, si me permitís hablar así. Por eso cuando nos encontremos con Dios no nos vamos a encontrar con nuestra idea de Dios, sino con Aquel que es. Y yo, sinceramente, creo que me asustaré. Veré tanto amor, al mismo y auténtico Amor, y lo poco que yo he amado, que sentiré temor y vergüenza. Cuántas veces ante la prueba me he despegado de Dios, me he buscado a mí mismo, me he hecho víctima y me tengo tanta compasión, que me olvido que la verdadera víctima es Cristo, que el que se compadece de mi es el Señor, nuestro Padre, y que el Espíritu Santo sigue tan pegado a mi alma como el chicle de un niño en los bajos de su pupitre.

“Acepta cuanto te suceda, aguanta enfermedad y pobreza, porque el oro se acrisola en el fuego, y el hombre que Dios ama, en el horno de la pobreza. Confía en Dios, que él te ayudará; espera en él, y te allanará el camino.” Esto no es resignación, ni aguantarse con lo que nos pase. Es amar la voluntad de Dios en mi vida. Si es pobreza, pobreza, pues entonces descubrimos nuestra auténtica riqueza, que es vivir en Gracia de Dios. Si es enfermedad, enfermedad, y nos abrazaremos a la auténtica salud que es la del alma. Por supuesto hay que cuidarse y no hay que derrochar, pero no podemos aferrarnos a nuestros bienes y olvidar los verdaderos Bienes. Así, poco a poco, descubriremos lo que Dios nos ama y por qué nos ama. No busca en nosotros más que lo que nosotros buscamos en un crío, “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mi no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.” Un niño basta con que nos haga sonreír con algún gesto espontáneo, o que se comporte como lo que es, sin falsedad ni apariencias. Dios nos quiere igual, no busca que le demos nada, simplemente que descubramos que nos quiere, ¡y nos quiere tanto!.

“El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.” Lo hemos oído tantas veces que nos hemos acostumbrado a lo terrible de estas palabras. Y esta fue la primera predicación de los apóstoles. Es terrible el amor que Dios nos tiene, es tan grande que quien no tiemble ante ese amor es un inconsciente o un cínico. Pero le pido a Dios que cuando estemos ante Dios, temblando de pies a cabeza, tengamos la “cobardía” de correr a refugiarnos en Él y no seamos tan “valientes” de marcharnos en dirección contraria.

“Porque el Señor es clemente y misericordioso, perdona el pecado y salva del peligro.” Mañana comenzamos la Cuaresma, será bueno que pidamos un poco más de temor de Dios, que lloremos por nuestros pecados y nuestra falta de amor y hagamos cuanto antes una buena confesión, y después, temblando como una hoja, agarremos la mano de María y le pidamos cada día al Señor: “Ayúdame a quererte cada día un poco más”.