05/03/2007, Lunes de la 2ª semana de Cuaresma
Daniel 9,4b-10, Sal 78, 8. 9. 11 y 13 , san Lucas 6,36-38

No es fácil reconocer as propias culpas. Cuando hemos de hacerlo en seguida nos vienen a la cabeza miles de excusas. Por una parte está a vergüenza, y por otra e orgullo. Fiederich Nietzsche, que por cierto odiaba todo lo cristiano, tiene un aforismo que dice: “la memoria dice: “he hecho esto”, pero en seguida e orgullo interviene y dice, “no, no puede ser que yo haya hecho algo así”. Y, al final, la memoria cede.”

No debe ser muy ajena a nosotros esta experiencia. Ante algo mal hecho buscamos desaforadamente una vía de escape. Cualquier cosa con tal de no ser culpables. Es por ello que sorprende tanto a confesión que leemos en la primera lectura de hoy: “Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos”.

Se necesita mucha humildad y cierta valentía para reconocer el pecado. La audacia que nos mueve a ofender a Dios nos falla cuando hemos de postrarnos ante Él para pedir perdón. De ahí que resulte tan buena lección para nosotros, en este tiempo cuaresmal, el testimonio de la primera lectura. A veces acudimos a confesarnos y acompañamos el reconocimiento de nuestras faltas con toda una retahíla de atenuantes. ¡Qué absurdo buscar defenderse cuando delante de nosotros hay Alguien que es misericordia sin medida!

Seguramente si nos cuesta afrontar sin tapujos nuestra limitación y nuestra culpa es porque no ponderamos suficientemente el amor de Dios. Pío XII decía que el pecado de nuestro tiempo es la ausencia del sentido de pecado. Ello equivale a afirmar que no hay conciencia del amor de Dios. Ante una divinidad que fuera cruel y vengativa tendría sentido intentar ocultar nuestras faltas y pasar desapercibidos. Pero ante el tribunal del perdón hacer eso es temerario. La Iglesia enseña, con profundísimo acierto, que ocultar voluntariamente una falta grave al confesor invalida el sacramento. Es así porque, entre otras cosas, actuando de esa manera no nos colocamos adecuadamente ante Dios ni lo reconocemos en su bondad. Tampoco somos sinceros con nosotros mismos ni manifestamos un verdadero deseo de cambio.

La experiencia nos enseña como el perdón sacramental supone una verdadera transformación interior y una ayuda insustituible en nuestro caminar cristiano. Este tiempo de Cuaresma, una vez más, hemos de ser valientes para postrarnos ante Dios y recibir de aquel que lo representa, el sacerdote, la absolución de nuestras faltas. Eso deberíamos cuidarlo a lo argo de todo el año pero, en cualquier caso, nos encontramos en un momento privilegiado porque durante la Cuaresma el Señor, si se lo pedimos sinceramente, nos dará la gracia del arrepentimiento.

Que la Virgen María interceda por nosotros para que tengamos conciencia de nuestras faltas y sepamos acudir a la fuente de la misericordia y el perdón.