13/03/2007, Martes de la 3ª semana de Cuaresma
Daniel 3, 25. 34-43, Sal 24, 4-5ab. 6 y 7bc. 8-9, san Mateo 18,21-35

Nos cuesta perdonar. Ciertamente las ofensas hacen daño y, al tener el poder de perdonar nos sentimos fuertes frente al que nos ha ofendido. De alguna manera, mientras no lo perdonamos, poseemos su alma. La tenemos como cogida. Perdonar significa liberar a otro de la culpa y, a veces, pensamos que es mejor mantenerlo en ella. Pero la culpa destruye al hombre. Otra cosa es la pena. Muchas personas, quizás nosotros mismos, cunado hemos hecho algo mal deseamos pagar por ello. Porque nos sabemos culpables queremos ser castigados para pagar así nuestra culpa. Son dos cosas distintas, aunque íntimamente unidas.

Hay santos que, a saberse perdonados por Dios, han querido dedicarle toda su vida a su servicio como signo de verdadero arrepentimiento, y para ello se han privado de muchas cosas.

Dios perdona sin medida. Por su infinita misericordia es capaz de perdonar todos los pecados a quien se arrepiente. Así nos libera de peso de la culpa. También, a veces, si nuestro arrepentimiento es muy grande, nos libera de las penas que mereceríamos por nuestros pecados. Así de bueno es Dios.

Pero hoy le pregunta al Señor cuántas veces debe perdonar. La respuesta es clara, debe hacerlo siempre. Para ello Jesús pone un ejemplo muy gráfico en el que señala que las culpas que nosotros debemos perdonar son pequeñas comparadas con las que Dios nos perdona. Ello es así, entre otras cosas, porque la culpa se mide en razón de quien es ofendido y, al pecar, cometemos un ofensa infinita. Sólo podemos librarnos de ella si Dios nos perdona.

El perdón que Dios nos da es consecuencia de su misericordia. Dado su amor infinito se conmueve ante la criatura que le ofende y desde el mismo momento en que nosotros pecamos ya está buscando la manera de otorgarnos su perdón. En su corazón ya hemos sido perdonados, pero para recibirlo verdaderamente es necesario que seamos capaces de acogerlo. Hay que pedir perdón.

Perdonar no es fácil. A veces las ofensas son muy grandes. Pensemos, por ejemplo, en las víctimas del terrorismo. Hay casos en los que incluso nos parece que e perdón es imposible. Pero perdonar es participar del amor de Dios y, por eso, debemos pedirle a Él las fuerzas para hacerlo.

El perdón nunca es una pose. Por eso Jesús señala al final del evangelio de hoy que “hemos de perdonar de corazón”. Eso significa mirar al que nos ha ofendido de una manera nueva, como alguien que ha renacido. Por eso el auténtico perdón va unido al amor. Perdonar significa querer el bien del que nos ha hecho daño y desear que pueda empezar de nuevo y hacer las cosa bien. El perdón va unido al deseo sincero de que la persona que nos ha ofendido sea feliz. No es fácil, pero es hermoso y Jesús, que nos lo pide también nos ayuda a conseguirlo.

Que la Virgen María nos dé entrañas de misericordia para saber perdonar a todos los que nos hacen daño y así poder participar del perdón que Dios nos da.