17/03/2007, Sábado de la 3ª semana de Cuaresma.
Oseas 6,1-6, Sal 50, 3-4. 18-19. 20-21ab, san Lucas 18, 9-14

El fariseo que aparece en el Evangelio de hoy nos da mucha pena. Subió al templo para relatar ante Dios, el Santo entre los santos, sus méritos. Hizo una larga lista de todos sus logros y virtudes. Sin duda consiguió, para sí mismo, unos minutos de gloria pero, en cambio, no salió justificado del templo. ¿Durante cuánto tiempo su autocomplacencia sería capaz de acallar el deseo de su corazón? No lo sabemos pero, lo más seguro es que en seguida volvería a estar insatisfecho. Seguiría notando que le faltaba algo, que era la amistad con Dios, pero por su vanagloria sería incapaz de reconocer lo más sencillo. Ese fariseo da mucha pena.

En cambio, en seguida simpatizamos con el publicano. Es un hombre pecador, pero sabe que Dios es santo y misericordioso y se acoge a su clemencia. Digo que simpatizamos con él aunque, quizás, no es exactamente así. Porque en la vida real tendemos a despreciar a los pecadores. Cierto que nos sabemos necesitados de misericordia, pero huimos como de la peste, cuando descubrimos los defectos ajenos. De hecho Jesús explicó esta parábola para corregir a los que estaban seguros de sí mismos y despreciaban a los demás. Así que, para mejor aprovecharla es mejor que nos identifiquemos con el fariseo. Si lo hacemos con el publicano entonces quizás pequemos de humildad afectada y, al fin, caigamos en el mismo pecado de orgullo.

Leyendo este evangelio me viene a la mente una frase de santa Teresa de Lisieux. Más o menos decía así: “todos quieren ser útiles, pero yo no quiero ser más que un juguete inútil en manos de Jesús”. Es muy difícil presentarse así ante Dios, sabiendo que no podemos llevarle nada. Pero, por otra parte, cuando eso sucede, si entonces no perdemos la esperanza, quizás estemos dando un paso muy grande en la vida espiritual.

El publicano no nos habla sólo con sus palabras, sino también con sus gestos: se quedó atrás, queriendo pasar desapercibido, y se golpeaba el pecho para mejor mostrarnos su contrición. Era una humildad muy profunda, de esas que sólo se alcanza con una especial gracia de Dios.

Dios nos conceda durante esta cuaresma una humildad como la de ese publicano, capaz de alcanzar la justificación de parte de Dios. La humildad es como la tierra capaz de acoger la semilla de la gracia. No es nada afectada. Cuando es verdadera conlleva un verdadero dolor porque nos reconocemos pequeños y sabemos que hemos desaprovechado muchas gracias de Dios. De ahí la petición: “ten compasión de este pecador”.

Es importante que le pidamos a Dios un verdadero dolor de los pecados. No sólo la conciencia de lo que hemos hecho mal sino también ese dolor interno del corazón que se convierte en súplica ante Dios y nos mueve al arrepentimiento. Que la Virgen María, toda pura y hermosa, nos acompañe en nuestra lucha contra el pecado.