24/03/2007, Sábado de la 4ª semana de Cuaresma.
Jeremías 11, 18-20, Sal 7, 2-3. 9bc-10. 11-12, san Juan 7, 40-53

En torno a la Pasión de Cristo se entrelazan miles de pequeños detalles, a los cuales no solemos prestar atención, porque nuestros ojos van buscando (si algo buscan) los grandes tormentos del Salvador. Pero la Escritura hay que leerla siempre con un lupa, prestando enorme atención a cada palabra, y, cuando se hace así, el alma descubre, en esos «pequeños detalles» que hubiera pasado por alto, manantiales inagotables de luz.

Por ejemplo: ¿Habías reparado en que la escena nocturna de Getsemaní constituía el segundo intento de prender a Jesús? Había existido un primer intento, en pleno día, cuando los sumos sacerdotes y fariseos, viendo que Jesús estaba en Jerusalén para la fiesta de las tiendas, enviaron a los guardias del Templo con el encargo de apresarle. Y, puestos a preguntar, ¿sabías cuál fue la causa de que ese «primer intento» fracasara? San Juan nos cuenta, hoy, el desenlace de esta escena. Cuando los guardias regresaron con las manos vacías, tan sólo una explicación pudieron ofrecer a quienes les habían enviado: «Jamás ha hablado nadie así»… Detente por un momento y deja que estas palabras desvelen la escena que late detrás: salieron del templo decididos a detener a un «embaucador». No era difícil encontrarlo; todos lo conocían… Allí estaba, rodeado, como siempre, de multitud de personas. Pero eran hombres y mujeres pacíficos; nadie había armado. Bastaría con abrirse paso entre la muchedumbre y prender al maestro; tampoco él iba armado. Un trabajo ruidoso, pero fácil.

Conforme se aproximaban, la voz del Maestro se escuchaba con más nitidez, y también se escuchaba, casi se cortaba, el silencio de un auditorio entregado por completo a aquella enseñanza. Ningún interés revestía, para aquellos soldados, lo que el «embaucador» estuviera diciendo… pero no pudieron evitar la curiosidad. ¿Qué palabras mantenían sobrecogidas a tantas personas en torno a Jesús? Quizá uno de los guardias hizo una señal, y, antes de disolver el grupo, se quedaron detrás, escuchando… aquellas palabras tenían fuerza, eran palabras dichas con autoridad. Pero, a la vez, eran tiernas, cariñosas, se escuchaban con agrado. Todo se entendía, y cada expresión del Maestro se clavaba en el corazón como un dardo de fuego… Aquellas palabras parecían las de un Hijo de Dios. ¡Qué veloz se hacía el tiempo escuchándolas!… No pudieron continuar. No les habían advertido que, para prender a Jesús, necesitaban primero taparse los oídos.

Años más tarde, aquellos mismos judíos tuvieron que taparse los oídos (cf. Hch 7, 57) para dar muerte a Esteban, que hablaba como su Maestro. Y tú, y yo, hemos tapado nuestros oídos cada vez que pecamos, porque no podíamos pecar y escuchar a la vez a Jesús. Hoy, en vísperas de la Semana de Pasión, pediremos a la Virgen que abra nuestros sentidos para ver y escuchar cuanto sucederá en estos días santos, y para grabarlo a fuego en nuestras almas.