28/03/2007, Miércoles de la 5ª semana de Cuaresma.
Daniel 3, 14-20. 91-92. 95, Dn 3, 52. 53. 54. 55. 56, san Juan 8, 31-42

«Estar quemado» es una expresión muy empleada en España. No significa exactamente «sufrir», porque implica una forma muy determinada de padecer. «Estar quemado» significa estar «pasado de rosca», «acabado», «hecho polvo», «hasta las narices», «jodido», «calcinado», «muerto», «matao», «amargado»… No sigo, no sigo porque el corrector ortográfico de Microsoft no entiende de estas cosas y ya se me ven otra vez los colores del Atleti. Podríamos decir, para que todos lo entiendan, que quien dice estar «quemado» ha tirado la toalla en su combate contra el sufrimiento, y el enemigo ya le pisa la cabeza sin encontrar resistencia. «Estoy quemado» se dice siempre en horizontal, con cara de muy mal humor, hundido bajo una derrota. Algunos, a poco que sufren, se queman y ya no sirven para nada; son como ese equipo de fútbol (¿cuál, a ver, cuál?) al que le colocan un chicharro en el primer minuto de partido, y ya es incapaz de levantar la cabeza si no es para mirar cómo el adversario le pasa por encima durante los restantes ochenta y nueve… Y luego los hay que, por mucho que sufran, parecen no quemarse nunca: siempre de pie, siempre luchando, siempre de buen humor…

Véase el ejemplo de los tres jóvenes, cuyos nombres, unidos a los que yo he escrito arriba, acabarán de «quemar» el corrector ortográfico de Microsoft: Sidrac, Misac, y Abdénago. Por defender su fe son introducidos en un horno en el que se hubiera quemado hasta Di Stefano… De algún modo, ese horno era una imagen de los sufrimientos de esta vida: son muchos quienes viven rodeados de dolor, como introducidos en un terrible fuego; quizá, quizá todos lo somos. Para no dejar lugar a errores, mandó Nabucodonosor encender el horno siete veces más fuerte y arrojarlos atados. Pero, transcurrido un tiempo, del lugar de suplicio no salían ayes sino cantos, y cantos divinos: allí estaban, en medio de las llamas, los tres jóvenes, en pie y libres de sus ataduras, alabando a Dios… ¿No los has visto tú? Yo sí: en los hospitales, en los tanatorios, en el confesonario; tienen cáncer y sonríen en paz mientras te hablan de Dios y del cielo… Ha muerto su hijo, joven aún, y te mira con cariño mientras se seca las lágrimas y dice «Dios sabe más»… Es víctima de una terrible injusticia, y ora serenamente por quien le hace daño… Sí, a los tres jóvenes los veo yo todos los días: sufren sin quemarse, pasean alabando a Dios en medio de las llamas de los dolores más terribles.

«¿No eran tres los hombres que atamos y echamos al horno? (…) ¿Entonces cómo es que veo cuatro? (…) Y el cuarto parece un ser divino». Ahí lo tienes: el milagro es posible desde que el Hijo de Dios, hecho carne, se introdujo en nuestro horno y se encaramó al Madero: Él es la zarza que Moisés vio arder sin consumirse, Él es quien da fuerza a los tres jóvenes, Él es quien ha convertido el sufrimiento en un lugar maravilloso y encendido de Amor. Mírale a Él, mira a María… Y coge su mano de una vez… ¡Que te quemas!