10/04/2007, Martes de la Octava de Pascua
Hechos de los apóstoles 2, 36-41 , Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22, san Juan 20, 11-18
El Jueves Santo retransmitían por una radio “La Madrugá,” es decir, las procesiones de la noche de Sevilla. El locutor, que lo vive con toda pasión y emoción, se quedó sin voz a las seis de la mañana. Preguntando a uno de los periodistas que estaba en una de las iglesias de donde salía una de las más famosas procesiones a este se le quebró la voz, se puso a llorar en directo. Pero, un tanto forzado, a contestar a la pregunta de qué le había impresionado más dijo algo parecido a esto. “Ver la iglesia vacía, sin la Virgen y sin el Cristo (que estaban por las calles), y sin fieles. Y así me siento yo, vacío, y tengo que decirlo.” (Todo esto mientras luchaba por contener los sollozos). Fue emocionante, la radio tiene esas cosas que tal vez en televisión moverían a mofa.
“¿Por qué lloras?” Es la pregunta que le hace Jesús a María Magdalena. María también se sentía vacía. Su único consuelo era velar y cuidar el cuerpo muerto de su maestro, y ni eso le queda. A veces me encuentro con cristianos que viven como maría Magdalena. Cuidan a un maestro muerto y por eso están tristes. Han descuidado a Dios en su vida, y lo han convertido en una reliquia, en una momia, a la que de vez en cuando se acude para limpiar la lápida. No van a hablar con Dios, a hacer oración, pues creen que un muerto no puede contestarles, lo más se enzarzan en un monólogo sobre el pasado, sin dejar meter baza al Señor. Eso lleva a la tristeza, por eso hay tantos cristianos tristes. Han matado a Dios y no quieren creer en la resurrección. No es algo consciente y racional, si se lo planteases así dirían que ellos sí confiesan la resurrección, pero en su vida no nota.
Pero, como decíamos ayer, es Dios quien toma la iniciativa. Si callamos un poco nuestro monólogo, descubriremos que nos preguntan ¿Por qué lloras?, y tras esa pregunta, descubriremos a Cristo vivo y resucitado. «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?» Pedro les contestó: -«Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor, Dios nuestro, aunque estén lejos.» Volvemos otra vez a la llamada que recibíamos al principio de la cuaresma y el primer día del año: convertíos. Pero ahora sabemos que la conversión es reconocer el hecho de la resurrección, que Cristo sigue presente y actuante en un mundo que se niega a reconocerle. Y entonces, dejamos hacer al Espíritu Santo lo que Él quiera, pues sabemos que no nos deja vacíos, sino que nos llena plenamente.
Al final de la procesión los pasos volvieron a su iglesia. María, nuestra Madre, ,siempre vuelve a sus hijos, aunque estén lejos, y con ella viene su Hijo y el don del Espíritu Santo, que nos secarán las lágrimas y nos llenarán de alegría.