22/04/2007, Domingo de la 3ª semana de Pascua
Hechos de los apóstoles 5, 27b-32. 40b-41, Sal 29, 2 y 4. 5 y 6. 11 y l2a y 13b, Apocalipsis 5, 11-14, San Juan 21, 1-14

Cuando leo el evangelio de hoy, siempre me llama la atención un hecho: Pedro y otros seis apóstoles se van a pescar, vuelven a su actividad anterior. La turbación por la muerte del Maestro fue muy grande y aún no se habían repuesto. Pienso que, tal vez, decidieran volver a sus ocupaciones anteriores olvidando tres años intensos que acabaron bajo la sombra del fracaso. Pero, como en todos los textos postpascuales, me sorprende también el hecho de que los apóstoles permanezcan juntos, a pesar de la dificultad y en medio de la tristeza. Todos los apóstoles acompañan a Pedro y no sólo los que por oficio eran pescadores.

De nuevo, como les había pasado cuando el Señor estaba con ellos, pasan toda la noche esforzándose en vano. Y, también de nuevo, el Señor les da las indicaciones precisas para que puedan realizar una pesca milagrosa. Los paralelismos son muy claros. Y, la primera lección es que Jesús resucitado sigue junto a su Iglesia y hay que seguir haciéndole caso a Él. Toda la Iglesia camina bajo la voz del Señor y es Él quien hace que nuestro trabajo sea eficaz. Lo que antes realizaba por su mano, ahora quiere que se cumpla a través de los que ha elegido. De ahí que el discípulo amado le diga a Pedro: Es el Señor.

Tenemos que repetir estas palabras continuamente, siempre que se produce alguna obra buena en la Iglesia. Es el Señor el que hace las cosas posibles, quien obra los milagros y el que derrama con abundancia su gracia. Ésta es la certeza fundamental de la resurrección: el que ha vencido la muerte, liberando al hombre de la esclavitud del pecado, sigue derrotando a los poderes de este mundo. Es Él quien continuamente vence en la Iglesia. A nosotros nos corresponde reconocer todas las obras que se realizan por su mano. Y hay que saber reconocerlo porque, como sucede en la escena que contemplamos hoy, la imagen del Señor a veces queda algo borrosa, como irreconocible. Es significativo que sea el discípulo amado quien lo reconoce. El amor nos enseña a ver más allá de lo que aparece como inmediato y, sobre todo, nos enseña a mirar de otra manera. Desde el amor se reconoce a Jesucristo.

Por otra parte, cuando llegan a la orilla y Jesús los invita a almorzar se encuentran con otra sorpresa. Sobre las brasas hay un pescado y un pan. Los ha puesto Jesús. Pero aun siendo así, les invita a que pongan los peces que han cogido. Si esas brasas fueran figura de la celebración de la Eucaristía, nos encontraríamos con que el Señor nos invita a aportar algo de lo nuestro. Es decir, por el misterio de la filiación divina, Cristo nos capacita para hacer obras meritorias. La pesca ha sido abundante gracias al Señor, como todos los resultados de nuestro apostolado y todos los frutos del ejercicio de la caridad. Eso es cierto. Pero el Señor nos enseña también que nuestras acciones tienen valor ante Él. De ahí que diga: Traed de los peces que acabáis de coger. Y así nos enseña a llevar ante el altar lo que ha salido por la eficacia del sacrificio del Altar. De esa manera la acción queda completada. Dios realiza la obra buena a través de nosotros, de la Iglesia, que la entrega al Señor con agradecimiento.