23/04/2007, Lunes de la 3ª Semana de Pascua
Hechos de los apóstoles 6, 8-15, Sal 118, 23-24. 26-27. 29-30, san Juan 6,22-29

Son muchas las personas que se preguntan cuál será la voluntad de Dios para ellas. Es una pregunta razonable y conveniente para todos. Sabemos que nuestra felicidad depende de corresponder a la voluntad de Dios. Es lo que señala san Ignacio al inicio de los Ejercicios Espirituales. Estamos aquí para servir, alabar y amar a Dios sobre todas las cosas y, de esa manera salvar nuestra alma. El destino del hombre va unido a la obediencia a Dios.

Pero esta enseñanza, que la conocemos en general, después cuesta concretarla en la vida de cada uno. Ya san Francisco de Sales señalaba, en sus escritos a Filotea, que no diferente era el modo en que debía santificarse el artesano que el obispo. Cada cual debía buscar la voluntad de Dios según su estado y ocupación. La enseñanza de san Francisco de Sales es bastante evidente, aunque seguimos encontrando sacerdotes que quieren ser laicos y laicos a los que les encanta llevar sotana.

En el Evangelio de hoy Jesús responde a esta inquietud de una forma clara. Cuando le preguntan “¿cómo podemos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?”, responde de una forma muy interesante. Dice: “Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que él ha envido”. Acertar en la propia vocación es muy bueno de cara a tener una vida ordenada y feliz. En la medida en que estamos en el lugar que Dios ha pensado para nosotros el descanso del corazón es mayor. Cada persona encuentra su equilibrio en cumplir el plan de Dios. Este sin embargo no siempre se nos muestra de una forma nítida. Pero hay algo que sí sabemos: hemos de confiar, creer, en Jesús. Cumplir la voluntad de Dios comienza por este hecho que para algunos parece fácil o de poca importancia. Sin embargo, es el paso imprescindible para después concretar el seguimiento. Lo que todos sabemos es que debemos ponernos totalmente en manos del Señor y fiarnos de Él. Esto también significa que no debemos temer dedicar muchas horas a conocerlo, en la lectura de los evangelios, en el coloquio de la oración, etc.

Pegarse al Señor, a su persona. Fijémonos que el Señor ha reñido a los que le siguen. Lo hace porque aquellas personas que estaban a su lado le seguían no por los signos que había hecho sino porque se habían saciado en la multiplicación de los panes y los peces. Al pensar en el comportamiento de aquellos personajes no podemos dejar de interrogarnos sobre nuestra intención en el seguimiento de Jesucristo. Lo fundamental es adherirse a su persona. Eso significa quererlo por encima de todo, porque es Dios que se ha hecho hombre y de Él hemos recibido todas las gracias.

Dicho de otra manera. La vida cristiana gira toda ella en torno a Jesús. Una religiosidad que no se caracteriza por una relación íntima con Él difícilmente puede llamarse cristiana. La Iglesia nos enseña que la gracia nos viene por Jesucristo, que al Padre lo conocemos a través suyo y que nuestras oraciones llegan al cielo por su mediación. Todo lo tenemos por Él y para nada podemos prescindir de su persona. De ahí la importancia de que, hagamos lo que hagamos, sea con Jesucristo. Como decía san Pablo: “tanto si vivimos como si morimos somos del Señor”.