25/04/2007, Miércoles de la 3ª semana de Pascua. San Marcos, evangelista
san Pedro 5, 5b-14, Sal 88, 2-3. 6-7. 16-17, san Marcos 16, 15-20

Estoy leyendo un libro de dos conocidas filósofas españolas. Se titula “hablar de Dios”, aunque sería más apropiado “hablar por hablar”. Lo cito sólo para disuadir su compra y porque, desde una posición ilustrada y bastante pedante, se lanza un discurso sobre la religión lleno de tópicos. Uno de ellos es considerar que la religión consuela porque promete una vida después de la muerte. Claro, ellas lo entienden como un opiaceo que libra del dolor presente pero que no supone nada.

El cristianismo está muy lejano de esa posición. Jesús en el evangelio que se lee hoy dice que la voluntad del Padre es que todo el que cree en el Hijo tenga vida eterna. Si esa vida eterna fuera algo sólo posible después de la muerte no tendría sentido un sacramento como el de la Eucaristía. Tampoco el bautismo.

El otro día asistí a una inscripción para el catecumenado. Cinco jóvenes que quieren ser bautizados pedían ser iniciados en la fe. En el ritual se les pregunta: ¿Qué pides a la Iglesia? Y ellos responden: la fe. Después, continúa el interrogatorio, se les dice: ¿Qué te da la fe?, y contestan: la vida eterna.

Esa vida eterna, que piden a la Iglesia, les es infundida ya en el bautismo porque, principalmente consiste en la participación en la vida del que es Eterno, que es Jesucristo. Esa eternidad se nos da ya ahora. Seguirá después de la muerte y de otra manera, pero ya ahora participamos e ella.

Una de las características del crtistianismo es la profunda coherencia de su doctrina. Lo es tanto que todo el edificio del dogma está trabado con tal armonía que en sí mismo es de una considerable belleza. Por ello sorprende la actitud de quienes toman una parte y dejan el resto o de quienes asumen la casi totalidad pero suprimiendo algunos aspectos que no les gustan. Todo el catolicismo es armónico y hermoso.

Dentro de esa coherencia, y en el contexto de los textos evangélicos que leemos estos días, hay que decir que si en la comunión recibimos verdaderamente a Jesucristo, que está presente en el sacramento de la Eucaristía, entonces la vida que Él nos comunica es la suya, no otra porque lo recibimos a Él. Y Él es eterno porque es Dios. Por tanto, en la comunión se nos comunica la eternidad del que es Eterno.

Ciertamente ahora no la gozamos en toda su plenitud, pero ya nos es comunicada. Por eso decimos que nos da gracia o que la Trinidad inhabita en el alma del justo. Tampoco tendría sentido afrimar que nos incorporamos a Cristo si no nos unimos vitalmente a Él. La plenitud de esa vida, que se da germinalmente y es susceptible de crecimiento (de ahí la importancia de cultivar la vida interior), se dará con la resurrección de la carne, consecuencia de la resurrección de Jesucristo.

El testimonio de que esto es así lo encontramos en la vida de la Iglesia. Estos días también escuchamos el relato de los Hechos de los Apóstoles. Concretamente ahora estamos leyendo el martirio de Esteban y la persecución sufrida por los primeros cristianos. ¿Si no vivieran de algo más alto podríamos entender su fortaleza y su fecundidad apostólica? La respuesta, sencillamente, es no. Las acciones son consecuencia de la vida, y en el caso de la Iglesia es la de un pueblo unido a su cabeza, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.