04/05/2007, Viernes de la 4ª semana de Pascua.
Hechos de los apóstoles 13, 26-33, Sal 2,6-7.8-9. 10-11 , san Juan 14, 1-6

Cuando en muchas farmacias, y otro tipo de comercios, de todo el mundo tienen, a disposición de cualquier mujer que pueda pagarla, la famosa «píldora del día después», es entonces cuando hemos de preguntarnos por qué no funcionan las cosas… No tiene gatillo ni cañones como las pistolas; su forma externa parece tan inocente e higiénica como la de cualquier medicamento. Pero, cuando empieza a funcionar, funciona como las pistolas y no como las medicinas, porque no cura, mata a un ser humano concebido con apenas veinticuatro horas de vida impidiéndole anidar en el cálido útero de su madre, y luego lo vomita como si se tratara de un escupitajo.

Escuchamos hoy a Jesús en el santo evangelio, «Yo soy la vida», y me lo imagino muy triste y muy ofendido ante países enteros que permanecen impasibles ante la muerte de miles de seres humanos asesinados por sus propias madres. Y escucho a San Pablo mientras reprocha a los judíos la muerte del Inocente: «Aunque no encontraron nada que mereciera la muerte, le pidieron a Pilato que lo mandara ejecutar.» Y me entran unos ardientes deseos de levantarme sobre un lugar elevado, desde el que pudieran escucharme mis gobernantes, y gritarles con mucha fuerza: «¡Hipócritas! Andáis llevándoos las manos a la cabeza y poniendo vuestro grito en los cielos cada vez que en vuestro país un ciudadano mata a otro con una pistola y a sangre fría, pero, a la vez que eleváis vuestras voces, ponéis en manos de miles de mujeres un arma con la que puedan asesinar a sus hijos. ¿Cómo no sentirme culpable de haber contribuido con mi impasibilidad ante esta masacre? ¿Cómo no llorar, cómo no velar en luto ante los cadáveres de los niños que morirán por vuestra culpa? ¡No os creo!».

Y, consolado por la esperanza cristiana, continuaré el discurso del apóstol, diciendo de esos niños lo que Pablo dice de Jesús: «Pero Dios lo resucitó de entre los muertos»…

Sé que esos pequeños son entregados a la misericordia de Dios, y confío en que, por un misterioso bautismo de deseo, alcancen ellos la Patria a la que con lágrimas esperamos llegar también nosotros. Pero, si vuelvo a mirar a la tierra, el paisaje me parece un bosque de muerte y el corazón se me parte en mil pedazos. Por eso dirigiré mis ojos a la Reina de los Cielos, y me figuraré que contemplo cómo sus brazos se abren esperando a unos niños que han de amamantarse a sus pechos, porque en la tierra no hay pechos para ellos. E imaginaré una lágrima de fuego en las mejillas de María, por una madre que ha besado a Caín, y por unos gobernantes que, calculadores y fríos, se han abrazado con Pilato. ¡Hay que rezar mucho!