24/05/2007, Jueves de la 7ª semana de Pascua
Hechos de los apóstoles 22, 30; 23, 6-11, Sal 15, 1-2 y 5. 7-8. 9-10. 11, san Juan 17, 20-26

Ya que ayer me extendí demasiado en el ejemplo, hoy arrancamos directamente con palabras de la lectura de los Hechos de los Apóstoles de hoy: “el Señor se le presentó (a San Pablo) y le dijo: – «¡Animo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén tienes que darlo en Roma.»” El mismo testimonio en dos sitios tan distintos. Jerusalén quería expulsar a los romanos, y Roma expulsaba a los judíos. Y sin embargo el mismo testimonio, no hay un mensaje para unos y otro para otros: es la misma buena noticia para todos los hombres, de todos los lugares, de todos los tiempos.

En muchas ocasiones valoramos ( y nunca bastante), la labor de los misioneros. Tienen que estar siempre presentes en nuestra oración y contar con todo nuestro apoyo. Anuncian la vida de Jesús y de la Iglesia en tantos sitios en los que todavía no se conocen. Juan Pablo II abrió el camino de la “nueva Evangelización” para que los países de tradición católica volviesen a conocer a Cristo, muchas veces se había deformado su mensaje. Y pensamos, organizamos, hicimos propuestas de anunciar a Cristo en el mundo del trabajo, en la universidad, en las escuelas, en muchos sitios donde se puede hacer misión sin salir de nuestros países. Ha habido iniciativas dignas de encomio, y personas anónimas que han echado mucho valor para dar testimonio cristiano hasta en los ambientes más hostiles.

Sin embargo, hasta en mi experiencia personal, he podido constatar que aún más difícil que dar testimonio en Roma lo es en Jerusalén. Vivo en un barrio bastante alejado de Dios, con una gran ignorancia en lo tocante a religión. Muchas veces, cuando hablo con mis vecinos de cuestiones de fe descubren que las cosas son más sencillas y con más sentido común del que pensaban. No es que se conviertan, pero suelen ser respetuosos e incluso muestran cierta curiosidad. Cuando vienen a la parroquia a algún funeral prefiero que me vean hacer una genuflexión bien hecha ante el Sagrario, decir la Misa con calma, pararme un momento a rezar o a guardar silencio, aunque no se enteren de casi nada. Sin embargo también tengo la experiencia, tal vez por esos malditos respetos humanos, lo que cuesta pedir que alguien bendiga la mesa cuando estás comiendo con sacerdotes, el decirle a un compañero que se pare un momento a hacer una visita al Sagrario, estar devotamente en una concelebración o corregir alguna herejía dicha alegremente en público. Cuando estaba en el seminario ese era el lugar para que cualquiera expusiese sus ideas teológicas más descabelladas pues nadie se atrevía a decir que no estaban de acuerdo con el Magisterio y la Tradición de la Iglesia. En cuantas comunidades de religiosos y religiosas he visto como ha ido “bajando el nivel” de exigencia comunitaria y personal de santidad pues nadie se atreve a decir nada cuando alguno se quita el hábito, no se arrodilla en la Consagración, empieza a faltar a la oración comunitaria o decide hacer un encuentro “creativo” en lugar de la oración de la Iglesia. Entonces, poco a poco, en ocasiones muy rápidamente, esa comunidad pierde vitalidad y empieza a morirse. Luego, en su trabajo pastoral, en el aula o cuando aconsejamos a alguien, decimos lo que no nos atrevemos a hacer en nuestra casa.

Igualmente pasa en las familias. Cuantas buenas catequistas en la parroquia son incapaces de hablar en su casa, a su marido y sus hijos, de Dios. Cuantos padres han tirado la toalla en la educación cristiana de sus hijos al cumplir los once años. Cuántas veces hemos preferido no sacar a relucir temas religiosos con nuestros hermanos para no discutir, o hemos dejado de ir a Misa un domingo para preparar la comida a los hijos que vienen a vernos, en lugar de invitarlos a ellos a participar también de la Eucaristía.

“Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.” Vamos a pedirle a nuestra Madre la Virgen que nos ayude a tener un mismo mensaje “en Roma y en Jerusalén,” y consigamos así la unión –también-, en nuestras familias de sangre o religiosas, “para que el mundo crea.”