30/05/2007, Miércoles de la 8ª semana de Tiempo Ordinario. San Fernando
Eclesiástico 36, 1-2a. 5-6. 13-19, Sal 78, 8. 9. 11. 13, san Marcos 10, 32-45

El Evangelio de hoy es un toque de atención sobre lo que puede ser nuestra vida espiritual. ¿Cuántas veces, detrás de intenciones nobles no se esconden otros intereses inconfesables! De alguna manera todas nuestras acciones pueden interpretarse. Al final el único criterio por lo que una obra se sabe realmente buena es por la caridad que muchas veces queda oculta a nuestros ojos, incluso en nuestros propios actos. Ello nos lleva a darnos cuenta de que continuamente hemos de rectificar la intención.

No se trata tampoco de entrar en un círculo de escrúpulos que tendría el agravante de impedir toda acción y nos paralizaría. Sólo hay que hacer como los apóstoles: contrastar directamente con el Señor nuestros propósitos y deseos. Eso se hace en el examen de conciencia.

La experiencia me indica que este no siempre es fácil. Podemos quedarnos sólo en los actos externos sin entrar a mirar qué nos ha movido o la intensidad de nuestra entrega. Insisto en que no hay que agobiarse con el tema, pero sí tenerlo a modo de horizonte.

El Evangelio nos muestra como Juan y Santiago, los hijos del Zebedeo, piden a Jesús un lugar de honor. De alguna manera piensan que se lo merecen. Prueba de ello es que a la pregunta de Jesús de si están dispuestos a beber su cáliz responden inmediatamente que sí. Sabemos que los dos hermanos eran algo impulsivos, pero no podemos dudar de su sinceridad. Sucede, sin embargo, que debajo de ese arrojo subsiste cierto deseo de reconocimiento público y recompensa. Lo que piden es muy grande (ocupar los puestos principales junto al Señor).

Pero ese hecho, que causa la indignación de los otros apóstoles, a mí me parece pequeño comparado con la franqueza que muestran. Tienen una pretensión y no la ocultan. Precisamente ese confrontarse con Jesucristo es lo que les permite enderezar el deseo de su corazón. Van forjando su interioridad en diálogo con el Señor. Y eso lo debemos hacer todos.

Si algo queda claro en este texto es que resulta muy peligroso ponerse a uno mismo como norma. La vida cristiana es un caminar en Cristo. Ello conlleva ser modelados continuamente. En la Eucaristía encontramos el elemento cristificante más importante. Recibiendo a Jesús nos vamos haciendo uno con Él. Es la acción de la gracia. Pero no es magia sino que conlleva un verdadero diálogo con Jesucristo. Por ello el Evangelio de hoy recuerda mucho la acción de gracias que acostumbramos a hacer después de comulgar. Ese momento especial en que estamos con el Señor es el momento privilegiado para que nuestro corazón se confronte con el suyo. A veces lo haremos diciendo nosotros algo; otras veces será suficiente con permanecer en silencio y escuchar todo lo que Él nos quiera decir.

Que la Virgen María nos enseñe a permanecer unidos a su Hijo y nos ayude a configurarnos cada vez más a Él. Que con su ayuda podamos purificar nuestras intenciones y buscar siempre en primer lugar el Reino de Dios.