01/06/2007, Viernes de la 8ª semana de Tiempo Ordinario
Eclesiástico 44, 1. 9-13, Sal 149, 1-2. 3-4. 5-6a y 9b, san Marcos 11, 11-26

Lo mejor que le puede pasar a un árbol que no da fruto es secarse. Por lo menos así dejará el terreno libre para que pueda arraigar otra semilla y la tierra no quede baldía. La dura imagen del evangelio de hoy nos lleva a pensar en tantas iniciativas incrustadas en la Iglesia y totalmente estériles. No lo son por sí mismas sino porque se han endurecido los corazones de sus promotores..Lo peor que puede suceder es que permanezcan molestando y sin aportar nada y, como señala el refrán “ni hacen ni dejan hacer”.

La maldición de la higuera sólo puede indignar a una sensibilidad absolutamente pervertida en la que el amor no tiene ningún objeto y la caridad verdadera se confunde con la indiferencia correspondida. Pero el mensaje es clarísimo: cada uno debe dar lo que corresponde.

El episodio de la higuera aparece acompañando el relato de la expulsión de los mercaderes del templo. De alguna manera aquellos personajes estaban esterilizando la casa de Dios. Lo que podía ser un servicio para los peregrinos que venían de lejos a cumplir con las obligaciones cultuales se acaba pervirtiendo. Y la casa de Dios se convierte en cueva de ladrones. La dedicación a Dios queda desplazada por otras cosas.

Lo que sucedió en la ciudad de Jerusalén puede pasar también en nuestras comunidades y en nuestra propia vida espiritual. Mil cosas accidentales, que en algún momento pudieron tener su sentido, pueden acabar ocultando a Dios. Si eso sucedenos convertimos en higueras estériles que no sólo no aportan sino que entorpecen.

San Pablo nos ha enseñado que el templo de Dios es cada uno de nosotros. Aquí viene Dios a poner su morada. Por tanto hay que cuidar esa presencia del Seor en nosotros. Es lo que se denomina gracia santificante, porque verdaderamente nos hace santos. Cuidar la vida de la gracia es lo primero. Para hacerlo es imprescindible no perder de vista a Jesucristo. La relación es directa con Él. No se puede mantener la vida de la gracia sin cuidar la relación con Dios. Es decir, Dios ha de ser continuamente nuestro punto de referencia y, en ningún caso, podemos desplazarlo del lugar central que ocupa.

Lo curioso, en la escena evangélica de este día, es ver cómo actividades vinculadas a la vida religiosa acaban escondiendo a Dios. Eso nos puede pasar a nosotros. Podemos visitar enfermos en nombre de Cristo e ir sin Cristo; podemos rezar y no hablar con Dios; podemos dar catequesis y ser portadores de palabras muertas sin ninguna relevancia. Y todo ello no es incompatible con cuidar las cosas. Simplemente se descuida lo principal: a Dios.

Quizás estoy siendo un poco tremendo, pero hablo por experiencia propia. En cierta ocasión un sacerdote estaba moviendo los bancos de la Iglesia. Hay que reconocer que hacía mucho ruido. De repente oyó una voz que procedía del sagrario: “Padre, ¿qué haces armando tanto jaleo?”. Respondió el buen cura: “Señor, ¿no recuerdas que mañana tenemos las primeras comuniones?”. “¿Cómo quieres que lo sepa –respondió Jesús- si tú no me lo has dicho?”.

Pues eso es lo que puede pasarnos.