Tob 11, 5-17; Sal 145; Mc 12, 35-37

Nos pasamos el tiempo calculando cuánto hemos de dar para cumplir adecuadamente, y muchas veces apesta ese deseo de quedar bien ante los demás. Las buenas obras que hacemos mueren apenas han nacido porque no podemos contenernos y se lo explicamos a los demás alardeando de ello. Jesús hoy lanza una sentencia sobre los hipócritas que ocultan debajo de amplios ropajes (porque a veces para parecer buenos hacemos notables esfuerzos, pero sólo para parecerlo), recibirán una sentencia más rigurosa.

Como contrapunto aparece esa viuda pobre que da sin medida. No conoce el cálculo. En su corazón tiene muy grabada una verdad: la generosidad duele y es como si te arrancaran algo. Es pobre pero lucha por desprenderse de su codicia. Sus dos reales lo son todo. Una insignificancia en medio de tanto tesoro, pero cuánto bien espiritual no habrá producido aquella buena obra.

Hace poco me comentaba un miembro de una asociación religiosa: “nuestro problema es que tenemos demasiado dinero”. Debajo de esa expresión se ocultaba una nostalgia. Quizás era la de darlo todo para dedicarse más al Señor. Al apóstol le está prohibido el ahorro y el cálculo. Aparece otras veces en el Evangelio. Lo oímos y de nuevo se reproduce en nuestra cabeza, tan dada ella a no entregarse del todo, el cálculo: “¿cuánto debo dar para no condenarme? ¿hasta dónde se me puede exigir? ¿qué puedo guardarme para mí?”.

La historia de la Iglesia nos enseña que, aunque en lo práctico pueda solventarse de muchas maneras, lo cierto es que hay que estar dispuesto a darlo todo. Si nos lo pidiera Jesucristo en persona no dudaríamos (eso creemos), pero lo hace a través de intermediarios. Está la Iglesia, que precisa de nuestra generosidad para seguir adelante, y están también los pobres (pequeños Cristos disfrazados) que hurgan de sopetón en nuestras conciencias. No somos capaces de juzgar lo que hacen los demás; no nos corresponde. Nos queda confrontar cada día lo que hacemos con el pasaje del Evangelio que hoy leemos bajo la atenta y misericordiosa mirada del Señor.

No debemos engañarnos. A muy pocos se les pide que den todos sus bienes materiales. Hay que cuidar la familia, proveer el futuro, que también Dios nos pide eso. Pero bajo la acción de aquella pobre viuda, descubrimos la excelencia de la acción. Lo que nos sorprende no es la cantidad de lo que da, sino el valor de su acto. Como a aquellos hombres que estaban allí también a nosotros sus dos reales nos diseccionan como un afilado cuchillo mostrando las entrañas de lo que somos. Nos cuestiona todo nuestro obrar moral, que ha de ser redefinido desde la caridad y el abandono total en Dios. No hacemos las buenas obras para conquistar a Dios sino acompañados de Jesucristo, y eso último se nos escapa. Por eso medimos el alcance de nuestras obras. Y de esa manera nos cercenamos a nosotros mismos. Nuestro corazón, que quiere expandirse en el amor, se encoge en su propia mezquindad.

Gracias Señor por esa viuda pobre que, al menos por unos instantes, me ha ayudado a pensar en todo lo que hago. Que María, la Virgen, me ayude a quererte con todo el corazón.