2Cor 3, 4-11; Sal 98; Mt 5, 17-19

Nunca daré suficientes gracias a Dios por haber recibido formación cristiana durante la adolescencia. No me faltaba, cada semana, aquella «charla» en que, sin miedo, se llamaba a las cosas por su nombre, y se nos enseñaba a discernir entre el bien y el mal.
Quienes asistíamos éramos provocados de continuo por nuestros compañeros de clase, entre risas burlonas y secretas curiosidades, y acabábamos enzarzados en discusiones morales -casi siempre sobre sexo- que pretendíamos sacar adelante como «paladines de la ortodoxia». Recuerdo a uno de aquellos «compañeros de charla» que era «experto en anticonceptivos». Cuando la discusión llegaba a tan resbaladizo terreno, los demás callábamos, y mi amigo explicaba con tanta claridad el pecado que latía en aquellas técnicas, que nuestros «adversarios» no podían oponerle sino la risa.

Hace no mucho tuve la ocasión de reencontrarme con aquel amigo. Está casado y tiene un hijo, después de seis años de matrimonio. Como si quisiera adelantarse a una pregunta que yo no tenía intención de hacer, comenzó a hablar sobre la natalidad.

Hablaba con la misma claridad y fogosidad de entonces, pero, pasados estos años, todos sus argumentos estaban destinados a convencerme de la bondad natural de los métodos anticonceptivos. «Entonces no nos afectaba» -me decía- «pero luego te casas, tocas tierra, te encuentras con el mundo real, y descubres que la Iglesia vive en una nube. Los curas no os casáis y no sabéis lo que es esto. Por eso seguís predicando lo de siempre».

Llegué a casa, me volví a sentar en el confesonario, volví a escuchar las mismas cosas, y entendí. Entendí que si alguien sabe «lo que esto» somos precisamente los sacerdotes. Desde el confesonario te das cuenta de algo que muchos ignoran: los pecados se advierten con toda claridad hasta el momento en que los comete uno. A partir de entonces, la entrada en el laberinto provoca una pérdida de perspectiva irreparable para quien no use la memoria o no quiera dejarse guiar por quien aún está fuera. La primera caída, aquella en que se pierde la inocencia, provoca un inmenso remordimiento. La segunda produce un gran dolor. La tercera despierta la duda… Y, cuando se ha caído quince veces en el mismo pecado, lo fácil es pensar que a uno le han engañado, y que lo que le presentaban como pecado era realmente algo maravilloso y muy aconsejable. El siguiente paso es aconsejarlo, y lanzarse a la apología de lo que antes se condenaba como horrible…. Por eso me parece un don del Cielo el celibato sacerdotal: mientras estemos fuera, aún podemos orientar a quien se deje.

«El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos». Le he pedido a la Virgen, para mí y para ti, que nos libre de todo pecado. Pero, si nos obstinamos en caer, que no permita que nos ceguemos hasta el punto de no saber distinguir el bien del mal. Que no perdamos la perspectiva.