Martes de XI del Tiempo Ordinario.
Corintios 8, 1-9; Sal 145, 2. 5-6. 7. 8-9; San Mateo 5, 43-48

Llevamos dos días hablando del perdón, ahora será bueno hablar de sus consecuencias, además de la paz, la alegría y la valentía para ser testigo de Cristo. Un día me contaba un misionero que había pasado gran parte de su vida entre las tribus Masai de África que, a pesar de la pobreza en que vivían, cuando un niño (por pequeño que sea), sentía sed se acercaba a ordeñar una vaca (versión rural de la Coca-Cola en la nevera), y una vez lleno el cuenco se ponía a caminar buscando a otra persona de su tribu. Por mucha sed que tuviera no se lanzaba a beber la leche como un poseso. Cuando encontraba a alguien de su tribu le preguntaba ¿Quieres que compartamos la leche? Y, sólo entonces, bebía de su cuenco que compartía con el otro. Esos chicos saben desde pequeños que todo lo reciben del trabajo de toda la tribu y nadie debe apropiarse algo para si mismo.

La Iglesia de Macedonia estaba hecha pedazos (como toda buena macedonia) por sus pruebas y desgracias, además de su pobreza. Pero ante las necesidades de otros no dudan en quitarse incluso de lo necesario y, San Pablo, no puede menos que decírselo a los Corintios: “Ya que sobresalís en todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño y en el cariño que nos tenéis, distinguíos también ahora por vuestra generosidad. No es que os lo mande; os hablo del empeño que ponen otros para comprobar si vuestro amor es genuino. Porque ya sabéis lo generoso que fue nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza.” Cuando uno se siente perdonado sabe que no es nada suyo, que todo lo ha recibido, y no puede menos que compartirlo. El auténtico dolor de los pecados lleva a entregarse. Y la entrega, además de ser en las cosas materiales, es de toda la persona.

Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.” Ser hijos de Dios no implica sólo el tener un título, significa que desde nuestro bautismo, en que Dios nos abrió las puertas de la gracia, nuestra vida es un reflejo de nuestra filiación, es decir, quien nos conozca debería conocer a nuestro Padre del cielo. Y cada vez que nos confesamos volvemos a adquirir “los gestos” de Dios Padre. Por eso el amor a los enemigos no es un mandato extraño, sino que es “poner piernas” a nuestra filiación divina, no conocerán que somos hijos de Dios porque miremos como bobalicones los escaparates de tiendas religiosas, ni porque nos escandalicemos ante los pecados. Sabrán que somos cristianos cuando ante los insultos respondamos con un abrazo (a quien le guste abrazar, que yo no soy muy dado a efusiones de esas). Si una vez que te has reconciliado con Dios en tu corazón sigue habiendo rencor y no derrochas misericordia, es que algo falla. Y fíjate que el Señor no dice que no vayamos a tener enemigos, los tendremos y nos dolerá, pero será ocasión de poner en práctica el mandamiento del amor.

Sed perfectos.” No es una mala meta, ante los retos tan simplones que nos propone el mundo. Y además sabes que no la consigues tu solo. La Virgen te llevará de su mano hasta el corazón de Jesús que late al ritmo del amor que nos tiene.