2Cor 9, 6-11; Sal 111; Mt 6, 1-6.16-18
Fue, si mal no recuerdo, en 1992. Optaban entonces a la presidencia de los Estados Unidos tres candidatos: George Bush, Bill Clinton, y Ross Perot. Se celebró, por vez primera en la historia de ese país, un «debate a tres» que enfrentó a quienes querían ganar la confianza de los americanos. Conforme avanzaba la contienda, Clinton perdía cada vez más puntos, hasta que uno de asesores dio con la causa del despeñamiento: el marido de Hillary se estaba dejando llevar al terreno de sus oponentes, y aún no había tomado la iniciativa para llevar el debate al campo en que podía ganarlo: la economía. De modo sigiloso hizo llegar hasta Bill Clinton un insignificante trozo de papel. Cuando, sin que nadie lo advirtiera, como un colegial que desplegara la «chuleta» en un examen, el candidato lo desdobló, descubrió en él tan sólo tres palabras y un signo de exclamación: «The economy, stupid!», esto es: «¡La economía, estúpido!». El efecto fue fulminante, y Clinton ganó el debate y las elecciones.
Después de nueve años, no sé qué habrá hecho Mr. William Jefferson con el papelito. A lo mejor lo tiene Hillary en su joyero. Pero con gusto se lo pediría, para cambiarle una palabra y recordarlo muchas veces: «¡La cara, estúpido! ¡Olvidas la cara!»: «Cuando ayunéis, no andéis cabizbajos, como los hipócritas que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su paga.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido». Y es que, cada vez que por Dios realizamos una tarea ardua, nos encargamos muy bien de que todo el mundo pueda leer en nuestros rostros el enorme cansancio y el enorme esfuerzo que nos cuesta.
Nos entregamos, pero a regañadientes, y los dientes, al regañar, nos hacen lucir tal «cara de vinagre», que el día menos pensado alguien nos dirá: «¡bueno, hombre, no se esfuerce usted tanto, que le va a dar algo!». Queremos que nuestras obras hablen de Dios, pero mientras tanto nuestras caras sólo hablan de nosotros mismos.
«¡La cara, estúpido!» Pon buena cara. Aunque estés cansado, aunque te esté costando muchísimo, aunque no puedas más y vayas a reventar de un momento a otro…
¡Aunque estés triste! No cargues a los demás con tus cruces. Poner buena cara no es hipocresía cuando se hace por Dios; es caridad, y de la buena. Es humildad, es no darse importancia, es generosidad. Por el contrario, ese gesto de «esforzado del espíritu», esos ojos de «víctima inocente», son tacañería. Das, pero no das del todo. Escucha a San Pablo: «El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará (…) Al que da de buena gana lo ama Dios»…
Para María, que pacífica estuvo a pie de la Cruz y sonriente abrazó al discípulo amado, guardo hoy una invocación especial: «Madre de la buena cara ¡ruega por nosotros!».