2Cor 11, 18. 21b-30; Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7; Mt 6, 19-23

Me gusta ver amanecer. Sí, ya sé que estoy de vacaciones y para muchos eso es sinónimo de levantarse tarde. Pero ver amanecer en el campo es como ver a Dios pintar un cuadro sobre un lienzo negro. Va perfilando los volúmenes, luego va dando forma a cada cosa. Unos minutos después empieza a pintar los colores y después coloca los detalles. Por último la luz se va colando por cada resquicio y, como no sólo es un lienzo, el cuadro se llena de sonidos, del sonido de la vida. No hay dos amaneceres iguales, aunque se vean desde la misma ventana.
Ver amanecer en la ciudad, en mí barrio, es muy distinto. En las ciudades la noche nunca es noche del todo, el lienzo siempre tiene imperfecciones, siempre hay luces encendidas que compiten por pintar sus rasgos, toscos comparados con los del Creador. El silencio nunca es completo, el equilibrio nunca se consigue. La luz artificial siempre destaca lo más feo: un muro caído, una pintada, una bolsa de basura abierta. Las farolas no ceden su puesto al sol hasta bien entrada la mañana como queriendo, con su ridícula incandescencia, hacer la competencia al astro rey. El cuadro del amanecer en las ciudades tiene un estilo entre abstracto y cubista. Son esos cuadros ante los que, levantando una ceja, dices por respeto: “Está bien,” pero no mueve tu corazón, no tiene vida, está muerto.
Hoy mucha gente no ve amanecer. Muchos jóvenes viven de noche, salen con la luna y vuelven a sus casas tal vez cuando amanece. Pero tras una noche de música ratonera, alcohol sin sentido y conversaciones vanas, han perdido la capacidad de mirar a su alrededor. Sólo se miran a sí mismos y, por no levantar más allá la vista ni los ideales, sólo agradecen la luz de las farolas. La increencia crece al ritmo de las farolas.
Otros madrugan, y madrugan mucho. Pero se levantan como el condenado a cadena perpetua se levanta para dar una vuelta por el patio. Van a trabajar sin dar gracias a Dios por el nuevo día, pensando más en el atasco que les espera que en sol que empieza a alumbrar su camino. Su única esperanza es que llegue el fin de semana para no ver amanecer, para que cuando Dios empiece a bosquejar su cuadro matutino ellos estén roncando en sus camas, con las persianas bajadas, para no salir retratados en la divina obra.
Cuando el día acaba cuando comienza, es difícil llegar hasta Dios. En cuantas casas me han dicho a la una y media de la tarde: “Habla bajo, que están los chicos durmiendo, que ayer llegaron muy tarde.” Y les privan a los jóvenes (no creo que ellos piensen lo mismo), de contemplar la maravilla de Dios. La creación se convierte en un derecho que tengo a intuir por la ventana mientras me quito las legañas, al igual que el plato en la mesa y los cincuenta euros para gastar con los amigos. Se acabó el agradecimiento y empieza la exigencia. Nos enfadamos con Dios si llueve, si hace frío o si hace demasiado calor. Dios no es “el Señor,” es el criado que trabaja mientras nosotros dormimos, y al que despedimos de nuestras vidas si no hace las cosas según nuestros antojos. De tanto vivir de noche se ha perdido la luz y nos han convertido en hijos de las tinieblas y sobrinos del edredón.
Ojalá este verano tengamos un día, al menos, para ver amanecer. Y no mirarlo como un espectáculo del que somos ajenos. Dios pinta ese cuadro para ti, el mundo se llena de luz y tu vida se ilumina. Las tinieblas, o las pequeñas sombras, del corazón se disipan o, si no desaparecen, ayudan a resaltar lo que realmente es importante.
¿Y el Evangelio de hoy? “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!
Pidámosle a la nuestra Madre la Virgen que siempre miremos al cielo, no a las farolas.