Is 49, 1-6; Sal 138; Hech 13, 22-26; Lc 1, 57-66.80

Algo tenía en la cabeza el señor Edison cuando inventó la bombilla. Desde luego, no esa bombillita que aparece en los comics cuando alguien tiene una idea, porque el luminoso artefacto aún no estaba inventado. Más bien, bajo la azotea de Don Tomás había un proyecto, una ilusión: la de crear algo que iluminara los hogares con más estabilidad y menos gasto que las lámparas de aceite… Y de ahí su famoso invento. La primera de esas esferas de cristal no fue una casualidad, ni un fruto del azar resbalado en un laboratorio. Cuando la tuvo ante sus ojos, no se rascó curioso la cabeza preguntándose: «bueno, y esto ¿para qué puede servir?», sino que se llenó de alegría por tener ante sí, finalmente, el instrumento soñado para conseguir la luz. De este modo, la bombilla nació con una finalidad, fue creada «para algo». Años más tarde, a un primo mío se le ocurrió que, empuñando una bombilla por su base como si fuera una maza, podría clavar un clavo en la pared. Yo le expliqué que aquello era para otra cosa, no para clavar puntas. Pero él, esgrimiendo un «yo hago lo que me da la gana», asestó el primer golpe al clavo, rompió el cristal, se hizo un corte en un dedo, y la pared se murió de risa…

¿Qué tendrá que ver esto -se estará preguntando algún lector con prisas- con Juan el Bautista? Tiene muchísimo que ver con él y con nosotros. Porque ni la bombilla, ni Juan, ni yo somos fruto de un azar caprichoso, sino hijos de una llamada. Hemos sido creados «para algo». «Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre». Cuando fuimos concebidos, Dios no se rascó curioso la cabeza preguntándose: «A ver, ¿qué haremos con este niño?», para llamarnos años después, cuando lo hubo pensado, con una vocación u otra. La realidad es la inversa: Dios nos bendijo con una llamada, pronunció nuestro nombre, y entonces comenzamos a existir. Por eso nos importa muchísimo discernir nuestra vocación, y entregar la vida a cumplirla. Lejos de esa misión divina, la existencia puede ser tan frustrante como el esperpéntico episodio de mi imaginario primo clavando clavos con una bombilla (¡no habríais pensado que tenía un primo tan imbécil, ¿verdad?!). Sin embargo, al entregarnos por completo a la llamada que nos hizo nacer, nuestra vida luce con el gozo a que Dios nos destinó, y se convierte en luz para los hombres.

«Juan es su nombre». No pudieron Zacarías e Isabel elegir otro nombre para el niño, porque Dios ya había pronunciado «Juan», y «Juan» había comenzado a cumplirse.

Ahora fueron los hombres quienes se rascaron curiosos la cabeza: «Todos se quedaron extrañados (…). -«¿Qué va a ser este niño?»». Seis meses después, cuando, ante la presencia de Jesús, que aún habitaba las purísimas entrañas de María, Juan saltara de gozo y convirtiera a su madre en la destinataria del primer anuncio del Salvador, se desvelaría el misterio: «te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra».