Gén 15, 1-12.17-18; Sal 104; Mt 7, 15-20

Cuando a Ana, la que sería madre de Samuel, Dios le prometió un hijo a pesar de su esterilidad, aquella misma noche concibió. Cuando el arcángel Gabriel prometió a Zacarías, marido de Isabel, que Dios le otorgaría un hijo en su vejez, aquella misma noche Isabel quedó encinta. La Santísima Virgen recibió al Verbo de Dios en sus entrañas al punto de irse el ángel… Sin embargo, con Abrán (aún le llamaremos así) Dios se portó de manera distinta. Cuando Yahweh lo bendijo con la promesa de una tierra nueva, no se levantó el Patriarca a la mañana siguiente en el lugar de promisión. Seguía en Ur, y le aguardaban largos años de un camino durísimo hasta ver cumplida la promesa. Alcanzada al fin la tierra prometida, aún quedaba la nada fácil tarea de conquistarla, y Dios renueva su Palabra: «A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Éufrates». Pero aquel lugar sólo pasaría definitivamente a manos de los descendientes de Abrán al ser conquistado por Josué, tras los años de esclavitud en Egipto y la penosa marcha de los Hebreos por el Desierto…

Se queja el patriarca de que no tiene hijos. «Y el Señor lo sacó afuera y le dijo: – «Mira al cielo; cuenta las estrellas, si puedes.»Y añadió: -«Así será tu descendencia.»»… Pero no quedó encinta Sara aquella noche. Aún tendrían que pasar años, durante los cuales Dios renovaría su voto; aún tendría que nacer Ismael, el hijo de Agar, la esclava, para que Isaac fuera finalmente concebido.
Dios quiso poner a prueba la memoria de Abrán. Y, a la vez que le prometía el cumplimiento sobrado de sus anhelos, le hacía esperar más allá de lo soportable. El Patriarca tendría que vivir de esperanza, repitiéndose las palabras que había escuchado hasta que llegaran a su término. Pero Abrán nunca desfalleció. No se echó atrás, pensando que la gracia de aquel día había sido espejismo o alucinación. Esperó, y alcanzó su recompensa.

Dios no es el «chico de los recados». Algunos, al rezar, parecen estar diciéndole a su Creador: «¡Vamos, chaval, que es para hoy!», y, claro, no son formas. Si Dios no se lo tiene «para hoy», lo castigan como se castiga a un hijo desobediente: «Dios no me escucha. Dejaré, por tanto, de rezar. Ir a misa no sirve para nada». No son formas. Cuando pidas algo en tu oración, cree que Dios ya te lo ha concedido, y alégrate.

Ahora déjale a Él que elija el momento de darte lo que le pides, porque sólo Él conoce la hora en que te conviene tenerlo. Entre tanto, debes estar dispuesto a seguir pidiendo, día y noche, en gozosa esperanza. Recuerda lo que hoy te dice el salmo: «Dios recuerda siempre su alianza». Todo lo tendrás a su tiempo. Pero cuida no vayas a olvidarte tú de Dios.
Se dijo de María, y podría decirse de Abrán. Ojalá pueda aplicarse también a ti: «Bendita tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».