Gén 28, 10-22a; Sal 90; Mt 9, 18-26

Ayer hizo unos años que bauticé a mis dos sobrinitos, «Ketchup» y «Coscorrón»… Bueno, los nombres que les impuse fueron Alexandra María y Fernando Maxim, pero, para mí, son «Ketchup» y «Coscorrón». A Ketchup la llamo así porque, para que se ría, hay que agitarla como a uno de esos barrilitos de salsa; tendríais que ver cómo goza subiendo y bajando a toda velocidad. A Coscorrón lo que más le gusta es que golpee mi cabeza contra la suya; acto seguido, y casi muriéndose de risa, levanta su cabeza pidiendo más «coscorrones» o amenazando con dármelos a mí. Se parece a Edward G. Robinson, y me gustaría ponerle un sombrero y un puro en la boca (con permiso, claro está, de doña Celia). Mi hermana me reprende por llamar así a los niños: «Fernando, no llames Ketchup a Alexandra, que se le va a quedar el nombre y luego la hemos liado…

Fernando, no digas que el niño se parece a Edward G. Robinson, que es muy feo…» Con los niños usamos un lenguaje que a los mayores les parece ridículo. Si se me ocurriera llamar «Ketchup» a una señora con un vestido largo que se pareciera a Isabel Preysler, seguramente me arrearía un soplamocos que me dejaría tuerto para el resto de mi vida; pero mi sobrinita se ríe. ¿Habéis visto lo ridículos que podemos resultar cuando nos agachamos a jugar con los niños y hacemos esas lindezas que nos provocarían sonrojo si no estuvieran delante? ¿Imagináis a una persona mayor hablando con otra y llevándose las manos a las orejas, guiñando los ojos, sacando la lengua y diciendo «Ayyyyyy, chiquitín, que te como»? Nos reiríamos. Nos parecería un loco, alguien que vive en otro mundo. Y es que el mundo de los niños, aunque estén a un metro de distancia, es completamente distinto al de los mayores. Tiene sus propias reglas, su propia lógica, sus propios canales para el cariño.

«Jesús llegó a casa del personaje y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: -«¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida.» Se reían de él.» Aquellos «mayores» eran incapaces de comprender a Jesús. Sus palabras les parecía un consuelo para niños, no una razón para adultos. Pero Jairo (que así se llamaba el padre de la criatura) no se reía. Entendía perfectamente las palabras del Señor, porque creía con fe de niño, y con fe de niño había acudido al Maestro: «Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá.». Quizá también se hubieran reído de él, de no ser porque el protocolo del luto impide estos desmanes. Entendió a Jesús la hija, que al punto se puso en pie al sentir la mano del Redentor. Y lo entendió la hemorroisa, que burlando a quienes de ella se burlaban logró tocar el manto del Señor. Y lo entendieron Cefas, Santiago y Juan, llamados «Pedro» y «Boanerges» por Jesús del mismo modo que yo llamo «Ketchup» y «Coscorrón» a mis sobrinos. Y lo entendió Jacob, que supo dar fe a un sueño sin acudir al psicoanalista… Y lo entendió María, que desde el principio creyó un anuncio que hace reír aún hoy a quienes, de puro «adultos», morirán de viejos… ¡Más se reirían si escucharan los requiebros de amor que intercambiamos, secretamente, con Jesús ante el Sagrario!