Gén 49, 29-32. 50, 15-26a; Sal 104; Mt 10, 24-33

«Vosotros intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien, para dar vida a un pueblo numeroso, como hoy somos.» Temerosos de que quisiera José saldar la deuda que tenía con ellos (siendo niño, lo desnudaron y vendieron como esclavo), sus hermanos se acercan llenos de temblor a pedir perdón. Pero no existe en José ni la menor sombra de resentimiento.

No es difícil comprender la dificultad que algunas personas tienen para perdonar de corazón. Conozco a hombres y mujeres que han sufrido agravios terribles y se sienten incapacitados para reconciliarse del todo. Decir «te perdono» no es excesivamente difícil; a cualquiera se le puede exigir, en nombre de la caridad cristiana, un «te perdono». Pero, muchas veces, el «te perdono» no basta. La ofensa ha dejado en el alma una herida abierta, y mientras la herida no sane del todo, no se obtiene el perdón total.

En ocasiones, el agravio puede dejar, como poso, un resentimiento que dure años, y que no se cura con un «te perdono». Más aún: incluso si, en una determinación heroica, el ofendido refuerza los lazos que le unen al ofensor, y procura tratarlo como si nada hubiera sucedido, el alma no termina de encontrar la paz porque la herida sigue abierta, y el resentimiento (aunque no se manifieste) continúa vivo. Se dice que perdonar es «olvidar»… A mí la frase me parece estúpida. Olvidar es de idiotas, de desmemoriados, o de enfermos. Perdonar es de santos.
El secreto está encerrado en el Génesis: sólo quien es feliz puede permitirse el lujo de perdonar. Si, al mirar atrás en su vida y recordar el daño que le infligieron sus hermanos, José viera en ello una desgracia, jamás habría podido otorgarles el perdón; ni José, ni yo, ni nadie, podemos perdonar a quien ha arruinado nuestra vida, porque la misericordia es patrimonio de los seres felices. Pero cuando José recuerda lo que hace años sucedió (¡Y vaya si lo recuerda!), la oración ha desvelado en su alma al verdadero y silencioso Protagonista de la escena: Dios providente, que orienta hacia el bien de quienes le aman todas las cosas. Y, así, José no guarda el recuerdo de una afrenta, sino el de una obra maravillosa de Dios, quien, sirviéndose del pecado de sus hermanos, quiso orientarlo hacia Egipto para que fuera señor de las posesiones del Faraón y pudiera ayudar a su familia. Ni el perdón consiste en el olvido, ni José ha perdido la memoria. El perdón consiste en recordar los agravios como buenas noticias, descubriendo en ellos la providencia de un Dios que saca bienes de los males. Sólo esta oración, que busca al Protagonista Invisible de todos los recuerdos, puede sanar cualquier herida y obtener cualquier perdón.

Y si nosotros, que con nuestros pecados hemos crucificado al Hijo de María, podemos ser mirados con Amor por Ella y por el propio Dios, es porque la Misericordia Infinita convirtió el agravio terrible de la Pasión en la maravillosa obra de la Redención… No hay malas noticias.