Entre los primeros cristianos algunos profesaron una doctrina errónea que, cada cierto tiempo, revive de nuevo. Decían ellos, entre otros los montanistas, que había contradicción entre el Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento. Según ellos el del Antiguo era un Dios justiciero, mientras que el del Nuevo es Amor. Para justificarlo aludían a textos como el que encontramos en la primera lectura de hoy donde se dice que el Señor se empeñó en que el Faraón no dejara salir a los israelitas. Es decir, Dios sería el culpable de la dureza de corazón del Faraón.

Santo Tomás de Aquino explica estas expresiones del Antiguo testamento señalando que no indican cambio en Dios sino en nosotros. Por tanto deberían leerse en el sentido de que el hombre se endureció ante Dios, porque el origen del mal nunca puede estar en la divinidad. La explicación de Tomás es acertada, pero puede resultar difícil de entender y dejarnos insatisfechos.

Dios creó el mundo con un designio claro: manifestar su gloria, comunicar su bien, expandir su amor. Ese mundo quedó herido por el pecado. El relato del Génesis es parco pero muy gráfico. Aquel pecado es tan horrible que sólo podemos acceder a él a través de la historia de la caída. Muchas cosas se nos ocultan allí, pero son suficientes las que se nos dan a conocer. El hombre desobedeció a Dios y toda la historia quedó complicada. Pero, a pesar de ello Dios no abandonó al hombre, y decidió intervenir para salvarlo. En ese designio eligió a Israel, porque la salvación se da en la historia, y lo guió a través de la historia, muy dura porque se entrelaza el pecado del hombre con el amor de Dios. A pesar de todo el plan de Dios se fue abriendo paso, aunque no sin ausencia de episodios muy dramáticos. No era un Dios justiciero, sino el mismo Dios amor que se nos ha revelado en Jesucristo. Pero Dios no quiso saltarse los episodios de la historia, sino que eligió conducirlos contando con la libertad humana. Y en medio de ese maremagno salvó al hombre.

La comprensión de la misericordia de Dios fue lenta para el hombre. Las mismas Escrituras dan testimonio de cómo se fue purificando la imagen de Dios entre el mismo pueblo de Israel. Fue un proceso lento, adaptado a nuestra debilidad y pecado. En el mismo Evangelio de hoy vemos que Jesús ha de corregir a los fariseos que critican a los apóstoles por arrancar espigas en sábado. Porque la primera respuesta al mal es el legalismo. Sólo lentamente, gracias a la revelación, que consta de hechos y palabras, descubrimos que la verdadera solución está en el amor. Y no en uno cualquiera, sino en el que se nos ha manifestado en Jesucristo, muerto por nuestra salvación.

No hay dos dioses antagónicos. Es el mismo Dios que se nos va revelando y que, cuando leemos los relatos del Antiguo y del Nuevo Testamento nos habla al corazón y nos da a entender que aún lo conocemos poco y hemos de ahondar mucho más en su relación con Él. Gracias Señor por conducir nuestra historia y haber salido a nuestro encuentro.