Lev 25, 1. 8-17; Sal 66: Mt 14, 1-12

Nunca dejo de asombrarme, ni puedo evitar quedar sumido en una profunda acción de gracias cada vez que alguien que lleva decenas de años apartado de Dios se acerca arrepentido a recibir el sacramento del perdón. Quienes llegan pesarosos, hundidos bajo el peso de sus culpas, y derraman lágrimas de fuego ante un pecador como ellos en quien reconocen el rostro misericordioso de Cristo, pasados apenas unos minutos salen del confesonario rebosantes de alegría. No es una metáfora, en estos casos, la expresión «nacer de nuevo». Tengo para mí que han dejado en el Sacramento un cadáver, y que es un hijo de Dios recién nacido quien cruza las puertas, entrando en el mundo con la agilidad y la inocencia de un niño. Os aseguro que no tendría por maravilla mayor la resurrección física de un cadáver. Lázaro fue agraciado con ese resurgimiento corporal, y después volvió a morir. Pero quien recibe la gracia del Perdón retorna al mundo rebosante de Vida Eterna. Y cuando esa misma Vida transfigure, en el último día, nuestros cuerpos, también ellos recomenzarán, para no terminar jamás.

Cuando leo las prescripciones de la Ley acerca del año jubilar no tengo la menor duda de que aquellos mandatos tan «carnales» eran una profecía del verdadero jubileo, que es el Sacramento del Perdón. Cada cincuenta años, toda propiedad volvía a su dueño. Como si la vida social, con su complejo entramado de relaciones, no fuera sino un juego, se proclamaba el «final del partido» y todos los competidores volvían a la línea de salida. Sin embargo, otro drama mucho más profundo seguía su curso de siglos sin encontrar descanso: el drama del pecado, la terrible historia de crímenes que se iban amontonando, uno tras otro, a la espera de un Mesías que declarase el verdadero y auténtico «jubileo», el de las almas. Nosotros hemos recibido el valioso privilegio de vivir en los tiempos de júbilo que aquellos israelitas murieron esperando.

Hace ya muchos años que adquirí la costumbre de confesar semanalmente. Me he convencido de que, cada vez que recibo el perdón de los pecados, vuelvo a la línea de salida, a mi Bautismo. Yo necesito partidas cortas. Mi vida, desde que adquirí esa costumbre, se me presenta como un folio en blanco que jamás consigo llenar. Comienzo a escribir mi carta y procuro hacer muy buena letra; me digo a mí mismo que quizá esta vez consiga terminarla. Pero, cuando apenas he escrito dos líneas, me doy cuenta de que han salido ya cuatro borrones y de que aquello no hay cristiano que lo lea. Vuelvo al jubileo, vuelvo, cada miércoles, a confesar. Rompo el folio antiguo y recibo uno nuevo… Venga, pon la fecha: Madrid, tantos de tantos de dos mil tantos… Querido Papá Dios, Querido Jesús, querido Espíritu Santo, querida Virgen María, dos puntos… ¡Vaya dos puntos! ¡Pero si parecen dos chuletas! Es miércoles. Vuelve a empezar. Cuando el Señor me toque el hombro, quizá aún esté escribiendo, en mi folio nuevo: «Madrid…»

Me volveré, y la Virgen María me dirá: «Fernando, pon la firma. Esa carta ya la hemos leído».