Nm 12, 1-13, Sal 50, Mt 14, 22-36

La primera lectura nos presenta hoy un curioso duelo entre profetas: Ananías profetiza la pronta liberación de los judíos, desterrados y sometidos a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mientras Jeremías profetiza la continuidad del destierro. Como era de esperar, dos profetas batiéndose en duelo no necesitan pistolas ni sables, sino palabras y símbolos, que son las armas del predicador. En este caso, un yugo será el arma, y Yahweh y Satanás los padrinos de tan singular justa. Tras romper Ananías el yugo que Jeremías llevaba sobre su cuello, y con el cual simbolizaba la larga esclavitud que les esperaba a los judíos, éste volverá armado con un irrompible yugo de hierro. Así, a cambio de una considerable tortícolis, Jeremías resultó claro triunfador en la tenida.
Ananías murió a los siete meses (los símbolos no matan tan rápido como las pistolas).
Tras esta memorable escena, precursora en muchos siglos de los mejores duelos de los westerns de Holywood, se desvelan las intenciones de ambos profetas: Ananías no pretendía sino halagar los oídos del pueblo en nombre de Dios, diciéndoles exactamente aquello que querían escuchar. Su objetivo, por tanto, era ganar popularidad y estima entre sus paisanos, a costa de ocultar la dura verdad: si no se producía una auténtica conversión, el pueblo elegido no saldría de aquel destierro. De este modo, para conseguir alabanzas y honores, privaba a sus hermanos de raza de la posibilidad de liberarse. Jeremías, sin embargo, ya lo tenía todo perdido: era un hombre odiado y reprobado, pero verdadero amante de su pueblo. No teme enfrentar a los suyos con toda la dureza de la realidad: no hay liberación, no hay salvación posible, porque los judíos no aman a Yahweh. Mientras el pueblo no se convierta, permanecerá esclavizado y desterrado.
No lo olvidemos: no siempre nos quieren más quienes halagan nuestros oídos; ni tampoco somos más benevolentes por decir siempre cosas agradables y ser muy apreciados. El verdadero amor va siempre de la mano de la verdad, y la Verdad conlleva muchas veces persecución y siempre valentía. Por eso, amar a los demás significa regalarles el preciado don de la Verdad, aunque sea dura, y aunque a causa de ello nos quedemos solos. Le pediremos hoy a Santísima Virgen unos oídos recios como los suyos, que no temblaron al escuchar al anciano Simeón profetizar cómo una espada rasgaría su alma; unos oídos que no se dejen seducir por falsas promesas, y unos labios valientes y amantes, que lleven a todos los hombres el don de la Verdad sin reparar en gastos.