Nm 13, 1-2.25 – 14,1. 26-29. 34-35; Sal 105; Mt 15, 21-28

Vemos de forma natural la desproporción entre lo que el común de los mortales ganan con su esfuerzo, y lo que otros (famosos del deporte, artistas, etc.), se embolsan en sus arcas. Son cosas que justificamos con demasiada facilidad y, en cambio, arremetemos con otro tipo de circunstancias que necesitarían, por nuestra parte de una mayor comprensión.

Estos golpes de sensatez, que de vez en vez me acosan y me hacen despreciar un fortunón que nunca conseguiría, son parte de lo que podríamos llamar la «prudencia del mundo»: conforme uno va creciendo, se familiariza con ella, y aprende a ser cada vez más «sensato»… Vaya por delante que semejante sabiduría la considero una riqueza. El apóstol llamado a transformar el mundo desde dentro debe conocer sus reglas, aprender a jugar con ellas, respetarlas en todo lo posible, y también romperlas, en el momento justo, en nombre de una lógica superior. Pero, dicho esto, dejemos claro que constituye un error gravísimo y una transposición sacrílega el aplicar la prudencia humana a las cosas de Dios.

Cuando los hebreos llegaron a la tierra prometida, se situaron ante ella con el mismo sentido sobrenatural con que se hubiera situado una empresa constructora. La exploraron, ponderaron pros y contras, y llegaron a una conclusión: «es imposible conquistarla». He visto a muchos darse la vuelta ante el ideal de la santidad cometiendo la misma torpeza: «¿Yo… santo? ¿Acaso me ha visto usted cara de santo? ¡Bastante tengo con ser medio-bueno!»…

Dios tiene su propia lógica, y para jugar con Él debemos conocer sus reglas, llamadas en la Escritura «Sabiduría». La primera es que Él, Dios, se reserva el derecho a pedir imposibles a sus hijos; la segunda es que, a quien, volviéndose «insensato» según el mundo, le dice a Dios que sí, su Providencia le dará lo mismo que su Autoridad le pide. Si yo tengo 1.000 pesetas (6,0101210438 euros) y Dios me pide 10.000, bastará que de corazón le diga a Dios que deseo dárselas para que encuentre en mis manos las 10.000 que me pide. San Agustín tradujo estas dos reglas en una plegaria: «Dame, Señor, lo que mandas, y manda lo que quieras». De acuerdo con esta nueva lógica, puede insistir en su grito la mujer del evangelio de hoy, a quien Jesús parece despreciar.

Una joven puede ser Inmaculada y Madre de Dios; y yo puedo, porque de verdad lo quiero, ser santo.