2Cor 9, 6-10; Sal 111; Jn 12, 24-26

La imagen de San Lorenzo, recostado en una parrilla, sufriendo pacientemente el martirio y sumergido en una oración pacífica y profunda mientras sus miembros se consumían, es una parábola viva del divino apasionamiento de los santos. Está claro que no me refiero ahora a esa pasión que esclaviza al hombre, le destruye, y le lleva a querer poseer a los demás; esa pasión es la profanación con la que el Hombre ha manchado la obra excelsa de Dios. Me refiero ahora a la misma Pasión que ya ardía en el Corazón de Cristo, y se ha propagado, como una hoguera divina e inextinguible, a través de muchos corazones, incendiando en Amor la Tierra. Nuestro Señor Jesucristo, que amaba ardientemente a su Padre y a los hombres, deseó, más que ninguna otra cosa en este mundo, entregarse del todo, consumirse del todo, arder como una tea de Amor en la Cruz hasta morir en alabanza a Dios y en entrega rendida por nosotros, los hombres. Y así, se encendió en el Calvario una hoguera divina a la que se han arrojado, como locos, tantos santos a través de los siglos. Digo «como locos» porque esta civilización educada ante el televisor y sometida a la lírica de la música moderna; esta civilización que se siente capaz de crear lo increado y «hacer el amor» en busca de sensaciones, ayudada de pastillas y artefactos, está incapacitada para entender el martirio. Ante sus ojos, el suplicio de San Lorenzo es una solemne estupidez: los suyos no ganaron nada con su muerte, él lo perdió todo, y el mismo Dios no puede complacerse en ver morir a sus hijos. Ante semejantes objeciones, lo único que yo sé hacer es sacar el crucifijo del bolsillo y mostrarlo. El verdadero Amor es otra cosa.

Lo peor que podemos hacer ante esa hoguera es entrar en ella como «cuerdos y prudentes», sin entregarnos del todo: entonces, la vida se vuelve una queja y un lamento permanente, porque los miembros sanos quieren vendar a los heridos sin lograrlo: a la hoguera del Amor divino hay que arrojarse por entero, dándolo todo por perdido y dejando que Jesús «se viva» nuestra vida. Pero cuando así lo hacemos, cuando ya nada queremos para nosotros, cuando nuestra existencia se consume en la entrega del Calvario, entendemos que esa llama, de muerte para el mundo, tiene un humo que huele a Vida. Consumidos por el mismo fuego en que ardió el Inmaculado Corazón de María, abrasados por la misma llama que incendió el alma de San Lorenzo, hechos unos locos ante el mundo, también nosotros podemos ser, hoy, unos «pirómanos de la Vida».