Dt 6, 4-13; Sal 17; Mt 17, 14-20

Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra que juró a tus padres (…), comerás hasta hartarte. Pero, cuidado: no olvides al Señor que te sacó de Egipto, de la esclavitud.
Sucede muchas veces. Llenos de cariño, unos padres compran a su hijo ese regalo con que tanto soñó. Ante la vista del regalo, el niño se fascina, lo abraza y, como si nada más existiera en el mundo, como si detrás de ese juguete no hubiera unas manos amorosas que lo entregan, lo toma, se da la vuelta sin apenas dar las gracias, se encierra en su habitación, y se olvida hasta de sus padres. Siendo yo un niño, mis padres cometieron la maravillosa torpeza de regalarme un radio-cassette (por aquel entonces, un radio-cassette era el equivalente a un potente ordenador de hoy). Creo que no volví a prestarles atención en dos meses. No había forma de que acudiera a comer cuando me llamaban; no había forma de ponerme a estudiar; no había forma de hacerme dormir por las noches… No recuerdo si les di las gracias; lo que recuerdo es que aquel radiocassette ya no existe, y mis padres sí.

Un amigo mío perdió, hace unos años, su puesto de trabajo. Le invité a orar para que Dios le ayudase a encontrar otra colocación, y durante aquellos días, mi amigo se acercó mucho a Dios; rezaba a diario, comulgaba y confesaba con frecuencia… Mientras rezábamos, recuerdo haberle advertido: «mira que, cuando Dios te conceda lo que le pides, deberás mantener esta vida espiritual que ahora tienes, porque ella es tu verdadero regalo». Cuando encontró trabajo, volvió a ser el de antes; y me hizo pensar que más le hubiera servido estar desempleado y lleno de Dios que ser rico y no tener a un Dios con quien compartir su riqueza.
«¡Generación perversa e infiel! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar?» No hacía mucho, aquellos apóstoles habían recibido de Jesús el poder de realizar milagros. De dos en dos habían recorrido Israel, comprobando cómo hasta los demonios les quedaban sometidos… Y estaban fascinados.

Cuando aquel hombre les trae a su hijo enfermo, ya sólo piensan en deslumbrar a las multitudes con un nuevo milagro. Quieren jugar con su regalo, quieren ser admirados por los hombres… Pero han olvidado a Jesús. Y, claro, podía yo escuchar mi radiocassette sin necesidad de mis padres, y puede mi amigo ganar dinero sin entregarse a Dios. Pero, expulsar demonios… ¿Cómo expulsar demonios sin fe? «-«¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?» Les contestó: -«Por vuestra poca fe.»»

Madre Santa, cuyas blancas manos administran a los hombres los tesoros del Cielo: haz que los dones de Dios nunca nos hagan olvidar al Dios de los dones. Amén.