Josué 3, 7-10a. 11. 13-17 Sal l13A, 1-2. 3-4. 5-6 Mateo 18, 21-19, 1

Hoy llega tarde el comentario, pero ayer fue un día muy raro. A las cinco y media de la madrugada sonó el timbre de mi casa, y cuando abrí la puerta –pensando que algo le habría ocurrido al coadjutor-, más dormido que despierto, me encontré con unos ladrones que intentaban abrir mi puerta. En ese momento me salió hacerles frente y salieron corriendo, y luego empecé a ver los desperfectos que habían hecho en la parroquia mientras esperaba a la policía. Aunque no se llevaron nada había dos puertas descerrajadas, armarios abierto, cables de la luz cortados y, habían intentado (gracias a Dios, sin éxito), abrir el Sagrario. La consecuencia es que ahora el Sagrario no se abre de ninguna de las maneras (esta tarde tendré que sus pender la exposición de Santísimo y hacer una meditación). Al acabar de escribir llamaré al cerrajero y seguramente lo abra en veinte segundos. Yo no veo forma de hacerlo, pero para ellos es fácil, son profesionales. Las cerraduras se hacen para que no sea fácil abrirlas, pero para los cerrajeros (y los ladrones), es sencillo abrirlas.

“Josué dijo a los israelitas: -Acercaos aquí a escuchar las palabras del Señor, vuestro Dios. Así conoceréis que un Dios vivo está en medio de vosotros, y que va a expulsar ante vosotros a los cananeos.” Al igual que al salir de Egipto los israelitas atraviesan a pie enjuto el Jordán. Comparado el río Jordán con mar rojo era una birria de paseo, un milagro mucho menos espectacular. Pero lo importante no es la cantidad de metros recorridos por el barro, sino el hecho de que, lo que sin Dios parecía imposible, unidos a Dios es posible. Como las cerraduras son un misterio para mí, pero no para los ladrones y cerrajeros, así la vida se puede convertir en un misterio dificilísimo de vivir si se aparta a Dios de ella.

Sin duda, una de las dificultades que el ser humano encuentra en su vida es la de perdonar. Cuanta gente “perdona pero no olvida,” a cuántas personas se le hace casi imposible la misericordia. El perdón, si no se fundamenta en la unión con Dios es más difícil que enfrentarse a todas las tribus cananeas. Hay que decidirse a pasar el Jordán de nuestros prejuicios, nuestra vanidad y nuestro orgullo, para, bien unido de la mano de Dios, aprender a perdonar, aunque en ciertos momentos nos parezca casi imposible, y, “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.” Con Dios es posible perdonar todo, aún aquello que nos parece lo más sangrante e injusto. Sabemos que la justicia le corresponde a Dios, no a nosotros, y como conocemos lo terrible que es que el Señor, “indignado” nos entregue a los verdugos hasta que paguemos toda la deuda, no se lo deseamos a nadie. Pero también sabemos cómo Dios nos quiere y nos perdona siempre, luego nuestro perdón se hace “divino” y se convierte en un perdonar de corazón.

La Virgen María, viendo a su Hijo morir en la cruz, perdonaba de corazón, pues sabía que de allí, del acto más injustificable de la humanidad, brotaba el perdón de Dios. Pidámosle a ella que nos inscriba en esa escuela de la misericordia. Me voy a la comisaría, perdonar el retraso.