Ayer me acosté bastante tarde, mediando en un matrimonio que ya ha llegado a interponer orden de alejamiento (antes uno de los dos se marchaba, ahora mandan que lo alejen), creo que me quedan bastantes horas de conversación y de oración, pero haber si lo solucionamos. Así que esta mañana tampoco estaba yo demasiado lúcido, pero como todos los días fui a celebrar Misa al otro templo de mi parroquia. Cuando he ido a preparar el cáliz y los libros me he encontrado con que habían cerrado con llave la sacristía. Se ve que el miedo a los ladrones lleva a cerrar más y más puertas. En siete años nunca había cerrado esa sacristía, pues si entrar a robar lo único que haría sería que rompiesen otra puerta. Pero como yo no soy un caco y no estaba dispuesto a romper la puerta (pues esa debe ser la única llave que no llevo encima, ni sé dónde está), lo más fácil ha sido ir en peregrinación con la feligresía al otro templo y celebrar allí la Misa. Las cerraduras suelen ponerse para que no entren los extraños, pero muchas veces impiden entrar a los propios, mientras que los ladrones las fuerzan. Cuando construya una nueva parroquia voy a procurar que no tenga llaves.

«Os aseguro que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios.» Las riquezas en sí mismas no son malas, pero tienen la facilidad de convertirse en un candado que impide entrar al dueño de la casa, el Señor. Detrás de las riquezas suelen entrar otros malos compañeros (la pereza, la codicia, la ambición, la autosuficiencia y el miedo a perderlas), pero impiden que Dios entre en su casa, que es nuestra vida. A veces Dios puede “forzar” la cerradura como en el caso de San Francisco, San Benito y tantos otros que han renunciado a todos sus bienes al escuchar la Palabra de Dios. Pero la situación habitual del hijo de Dios sería que tuviésemos el corazón abierto para Dios, sin ataduras. Cuentan, no sé si es cierto, que cuando empezó a crecer el número de los hermanos que seguían a San Francisco le plantearon la necesidad de formarse bien, estudiar y, para ello, la necesidad de tener libros (el único libro que San Francisco recomendaba eran los Evangelios). Y Francisco les respondió que si querían más libros querrían una estantería para colocarlos, y luego una pared para fijar los estantes, y una pared pedía tres más para cubrirla, y esa habitación una puerta, y esa puerta una cerradura para poder guardar más cosas y que no nos las quiten, y después…, se acabaría la pobreza. Bastante razón tenía el santo. Pero sin caer en el farisaísmo de condenar la riqueza porque sí, si es cierto que tenemos que estar muy vigilantes para que nunca se convierta en un obstáculo que cierre las puertas al único bien de nuestra vida.

El arcángel San Gabriel, y el Espíritu Santo, no tuvieron ni que llamar al corazón de la Virgen para que les abriese, tenía la puerta abierta para Dios y así hizo de ella su casa. Pidámosle al Señor esa misma libertad de corazón. Y pedir por ese matrimonio, que para eso os lo cuento, y voy a ver si encuentro las llaves de esa sacristía, que mañana también hay que celebrar.