Jer 1, 17-19; Sal 70; Mc 6, 17-29

Hablo mucho; quizá demasiado. Cuando no hablo en voz alta, desde el altar, hablo en voz baja, al oído, en el confesonario; y, cuando llego a casa, escribo y lo publico. Lo hago porque creo que es Dios quien me lo pide, porque siento un fuego que me abrasa, y porque quisiera que todos gozaran de las maravillas que Dios me muestra cada día…

Pero vivo en la era de los mass media, y siento la tentación fácil de confiarlo todo a la palabra. Por eso he necesitado convencerme de algo que me recuerdo a mí mismo cada mañana: «No olvides que todo lo que digas o escribas hoy no servirá para nada; nadie te hará caso. Habla y escribe, pero recuerda que las almas no se ganan con palabras, sino con sangre».

Pensaréis que soy demasiado duro… Os mostraré algo más duro todavía: suponed que el contador que hay bajo estas líneas se incrementara cada día en un millón; suponed que la parroquia se abarrotara cada vez que yo predico; suponed que mis libros encabezaran las listas de «best-sellers»; suponed que me llamaran a televisión, y alcanzara una cuota de pantalla semejante a la del «Gran Hermano»… Y suponed, por último, que con ello pensase que mi misión estaba cumplida; que dejase de rezar porque la predicación no me dejase tiempo; que perdiese la misa por culpa de una homilía televisada; que, entregado a la proclamación del mensaje, no hiciese penitencia; que dejase de obedecer, porque me sintiera más importante y eficaz que quien me manda… Semejante triunfo me provoca pánico. Sería yo un ladrón de almas, un falso pastor, un emisario de Satanás disfrazado de apóstol, un idólatra del éxito. Os pido hoy que, si alguna vez triunfase así, no me escuchéis; abominad de mis palabras y buscad la cercanía de quien, brillando menos ante los hombres, brille más ante Dios.

La muerte de Juan el Bautista a manos de Herodes, culminación de una vida convertida en anuncio de Cristo, nos recuerda todo eso y mucho más: ¿Podrá el hombre del siglo XXI entender que lo que ha cambiado el mundo no ha sido la palabra de Cristo, sino su muerte en la Cruz? ¿Podrá entender que Jesús no salvó las almas cuando multiplicaba los panes, ni cuando pronunció el sermón de la montaña ante las multitudes, sino cuando, solo y despreciado, ofreció al Padre unos miembros ensangrentados y un Corazón roto? ¿Llegará a comprender que, si los discursos y milagros del Señor pueden ahora ser Vida para nosotros, es porque ambos fueron bañados con sangre? ¿Llegaremos a enterarnos de que Dios aborrece este marketing que apesta a engaño; que abomina de los «listos» que creen haber encontrado un camino de redención entre bambalinas, que nada tiene que ver con la Cruz aunque llene las iglesias y rompa los shares de audiencia?

Palabra bañada en sangre fue el Bautista. Palabra bañada en sangre fue Jesús. Palabra bañada en sangre fue María… ¿Acaso vamos a ser tú y yo «palabra bañada en aplauso»? Si Dios quiere aplausos, vengan aplausos… ¡Pero vengan sobre la sangre, que son suyos y no nuestros!