1Tes 4, 13-18; Sal 95; Lc 4, 16-30

«Nosotros, los que vivimos y quedamos para cuando venga el Señor, no aventajaremos a los difuntos»… No puedo dejar de sonreír cada vez que vuelvo sobre estas palabras de San Pablo a los cristianos de Tesalónica. Si algo dejan claro, es que el apóstol vivió con la esperanza de estar presente en la segunda venida de Cristo… Dios, con todo, tenía otros planes. Pablo murió sin ver el rostro de su Amado sobre las nubes del cielo.

Confieso que siento un terrible miedo. Después de estos veinte siglos, la mención de la segunda venida apenas despierta ilusión en los cristianos. Soterrada o manifiestamente, vivimos con la esperanza contraria; desearíamos no estar aquí cuando suceda, del mismo modo que desearíamos no morir jamás. Temo que hayamos convertido la fe en un programa de vida, en un conjunto de normas para chicos buenos, en una filosofía más que tiene que disputar el protagonismo a muchas otras, en una anestesia para la conciencia del burgués piadoso… Temo que la herida dolorosa y dulce del amor haya quedado atrás, y con ella la nostalgia de un Hombre (¡Hombre!) maravilloso y seductor.

Quien haya visto la película «El Imperio del Sol» recordará la última escena. Esas imágenes han quedado impresas en mi alma y creo que no las olvidaré mientras viva: tras separarse accidentalmente de sus padres, el niño que protagoniza la historia tiene que vivir entre soldados en guerra. Los primeros meses la vida se le hace insoportable; el recuerdo de su familia golpea su alma incesantemente. Pero pasa un año, y otro… Hay que sobrevivir, y aquel muchacho acaba convertido en un huérfano profesional: habla y se comporta como los soldados, conoce todas sus tretas y piensa como ellos, se abre paso en la vida con la dureza y la astucia de un veterano de guerra. La confrontación termina, y los padres de aquel niño vuelven… No puedo olvidar aquel abrazo: mientras su madre llora un río de lágrimas y lo estrecha fuertemente contra él, el rostro del chico permanece frío como la muerte… Ha olvidado a los suyos; no tiene madre; se siente abrazado por una extraña… «Tienes que abrazarlo más fuerte y durante más tiempo – desearía yo decir a aquella madre-; tienes que estrecharlo contra tu pecho hasta que el calor derrita una placa de hielo muy, muy gruesa; tienes que llorar más, tienes que inundarlo con tus lágrimas hasta que el acero se funda»… Y, a la vez, un escalofrío recorre mi cuerpo.

Tengo miedo de que nuestro reencuentro con la Virgen María sea así; me aterra la idea de que nos hayamos olvidado de Jesús y de Ella, mientras nos aferramos a prácticas piadosas de «bisutería espiritual»; me aterra pensar que, tras una ausencia tan larga, nos hayamos convertido en «huerfanitos de misa de siete», y estemos sobreviviendo con las armas y las tretas sucias de este siglo… Luego me asalta un viento de paz: «Dios sabe más; déjale a Él decidir los plazos»… Pero sigo teniendo mucho miedo. Sólo espero que el abrazo sea largo y prolongado, que nos de tiempo a llorarlo todo…